13 junio 2006

El arte de saber escuchar

Me gusta comer patatas fritas de bolsa y beber Coca Cola al mismo tiempo. Me trae recuerdos de cuando era niña, de cuando mi abuelo Ramón nos llevaba a mi hermana y a mí a pasear al parque del Retiro, a media mañana, y después de correr por la rosaleda y jugar al escondite, nos premiaba con un aperitivo, el justo para que no se nos quitaran las ganas de comer. Nos lo tomábamos en uno de los quioscos con terraza del parque y recuerdo la sensación de frío en los muslos cuando se me subía la falda escocesa al sentarme sobre los barrotes verdes de la silla. Me acuerdo muy bien del olor a óxido de aquellas mesas y sillas desconchadas, que se quedaba impregnado en las manos, como ocurría al sujetarse a las cadenas de los columpios. El aire era frío y seco, como son los inviernos en Madrid, y la luz perezosa se colaba a través de las ramas peladas de los árboles centenarios, sin conseguir calentarnos.
El abuelo, con su sonrisa pícara y sus ojos tiernos tras las gafas, nos contaba historias, con una mano sobre la prótesis de la pierna que perdió durante la guerra y el bastón descansando en el apoyabrazos de la silla. Tenía la piel de las manos seca y las uñas duras y muy bien cortadas. Era un hombre impecable y muy paciente, que disfrutaba del tiempo que la vida le había regalado para pasar con sus nietas. Porque era tímido, entendía muy bien la timidez de mi hermana menor, y la trataba con mucha dulzura. Le hacía preguntas acerca de las cosas que formaban parte de su mundo de niña, y así ella podía responder su opinión de niña, pues era una opinión verdaderamente importante. Conseguía generar ese marco de confianza en el que un niño tímido se atreve a hablar y a expresarse al mundo sin miedo, sin complejos, sin temor. Yo era bastante cotorra y tenía muchas ansias de hablar de cualquier cosa y en todo momento, pero mi abuelo me enseñó a callarme, a esperar mi turno y a dejar hablar a mi hermana. Me enseñó una cosa muy importante en la vida de cualquier persona: el arte de saber escuchar.

Lo que trae el mar

Por las tardes bajo a la playa a dar un paseo, descalza. Me sirve para desentumecerme un poco de la postura que tengo todo el santo día frente al ordenador. Hago un poco de ejercicio para las piernas y ventilo las ideas, mientras miro la gente bañarse y las gaviotas otear los peces de ciudad. Me gusta sentir cómo se me impregna el salitre en la ropa, la piel, el pelo, y cuando vuelvo a casa toda yo huelo un poco a mar.
Me entretengo con las piedrecitas que voy encontrando por la orilla. Suelen ser cantos rodados gastados por el batir de las olas. Cojo los que más me llaman la atención, por el color o la forma, me paseo con uno en la mano y al cabo de un rato, lo tiro al mar. A veces encuentro piedras planas, y me divierte lanzarlas con un juego de muñeca para que vayan dando saltos sobre el agua. También hay restos de vidrio que cubren la arena de lucecitas de colores cuando brilla el sol. Y plásticos de distintas procedencias, plumas de gaviota, trozos retorcidos de ramas de árboles lejanos, además de alguna que otra inmundicia. En una playa urbana no suele haber conchas, pero tampoco espero encontrarlas.
A veces me siento a mirar las olas llegar y espero ver una botella flotando con un corcho y una hoja de papel enrollada dentro. Ya sé, he visto demasiadas películas. Pero estaría bien... Puedo imaginar el sonido del corcho al tirar de él, el olor a vino rancio condensado en su interior, el tacto húmedo del papel enrollado al tomarlo entre los dedos, los latidos de mi corazón desbocado al ir desenrollándolo, la avidez al leer las primeras letras y buscar una fecha escrita, para saber cuánto tiempo llevaba esa botella vagando por el mar en búsqueda de un destinatario que leyera su mensaje.
Hoy volvía ya para casa y a lo lejos he visto una forma nueva en la orilla. Parecía una caja mecida por las olas. A medida que me he ido acercando, la caja ha ido adoptando una identidad definida. Se ha convertido en una pantalla de ordenador gris de 17 pulgadas. Un chico rubio la estaba fotografiando. Me he quedado un buen rato mirando la pantalla embarrancada en la arena. Esperaba, ingenua, encontrar algún mensaje escrito en ella, pero no he visto más que un fondo negro que se perdía en el interior de sus circuitos empapados de mar salada. De repente, el chico se ha acercado a ella, ha sacado un rotulador del bolsillo, y ha dibujado con la tinta, gruesa y aún más negra, unos símbolos de graffiti. Era una palabra, quizá su nombre: “Naín”.

Barcelona, 19 de octubre 2005.

10 junio 2006

La vida en un tazón de té verde

Suenan petardos en la calle, estridentes, y esto me recuerda con horror que se acerca la fiesta pagana de San Juan, la celebración con fuego de la entrada en el verano. Los niños del barrio, poseídos por una maldad que dejó de ser infantil hace ya tiempo, encienden esos malditos artefactos con un mechero y se los tiran al vagabundo de olor nauseabundo que desde hace ya cien días tiene instalada su casa en un banco bajo el árbol. Éste, furibundo, los maldice a ellos y a toda su parentela, y no para de pegarle gritos a su perro, supongo que para educarlo, y también para desahogarse.
Mi vecina tiene una perrita mil leches medio estúpida e insoportable que ladra por cualquier cosa y me pone los nervios de punta; no hay nada que hacer, no entiende nada, y su dueña tampoco. Luego pasa una moto demasiado deprisa con el tubo de escape reventado, mientras dos comunican a gritos y exabruptos como si así fueran a entenderse mejor, y alguien está haciendo obras en algún piso de arriba. Tengo las ventanas abiertas de par en par, por ellas entra un calor pegajoso, y desde aquí lo oigo todo, absolutamente todo: ruido, ruido, y nada más que ruido. Es agotador.
También, por alguna extraña razón, este año las moscas de septiembre han llegado en junio en invasión y las gaviotas se han vuelto locas y no paran de chillar a todas horas. Tal vez sean los caprichos del cambio climático. O que, como las gaviotas, el mundo se ha vuelto loco. O quizá es que, dado el estado de las cosas, ha decidido volverse loco definitivamente. Yo ya sólo sé que no sé nada, como dijo aquél. Es más, no quiero saber nada, pues estoy agotada de tanto saber, de tanta información, de tanto cambio climático y de tanta leche, de tanto bla, bla, bla, y, en definitiva, de tanto ruido.
Dentro de mí hay silencio, un silencio ruidoso. Y por la calle sólo veo pasar hombres andando con muletas, clac clac, clac clac, y chicas embarazadas con sus barrigas redondas bajo la ropa veraniega. La gente sale a la calle, a tomar un resol extraño que se cuela entre las nubes cargadas de gotitas de lluvia que no caen porque son tímidas.
Una de estas tardes me tomé un té verde, sorbito a sorbito. Como estaba muy caliente, lo posé sobre el sofá para dejarlo enfriar y un rayo de sol entró por la ventana, iluminando los posos en el fondo del tazón. De repente, al mirarlo, vi toda la vida condensada en el líquido humeante, y ésta se me antojó misteriosa, mágica, cruel, fascinante.

Barcelona, 16 de junio 2005.

09 junio 2006

Emigro a Marte

Me voy, no puedo más. Esto está disparatado y no veo salida a la locura que nos ha invadido a los humanos. Supongo que, en cierta forma, estas cosas -la locura y el disparate- siempre han formado parte de nosotros. Está en nuestra naturaleza cometer atrocidades o contemplar cómo otros las cometen sin poder hacer nada por evitarlo, y ser capaces de vivir con la conciencia bien tranquila. O tener delirios de grandeza y machacar a otros para llegar a formar parte de la historia, aunque se nos recuerde por el dolor que les hemos causado, y que aquí no pase nada. O vivir sobreviviendo emocional, intelectual y materialmente a la miseria y las injusticias, porque esto es lo que hay y se hace lo que se puede, y oye, ¿a ti se te quita el sueño? Seguramente otros humanos antes que yo pensaron en estos mismos términos y siguieron con sus vidas, con los pies bien firmes sobre la tierra, sin joder a nadie y llegando incluso a sentir esperanza e ilusión en ciertos momentos. ¿Será verdad que al final, como dice esa frase tan sonada, no somos nada? Seguramente.
Pero yo me voy. Lo tengo decidido. La noche pasada, mientras dormía, una luz blanca muy intensa entró por la ventana de mi habitación, invadió la estancia y me despertó. Levanté la persiana y vi frente a mí una nave espacial, suspendida en el aire, de la que salían unos vapores y que emitía unos ruiditos, bip bip. ¡Un ovni! Y yo que pensaba que esos artefactos no existían, que eran fruto de la imaginación de una panda de lunáticos de mentes empobrecidas. Pues no, lo he visto con mis propios ojos. Y no sólo eso. Los marcianos son unos tipos muy simpáticos que se ofrecieron a llevarme a dar un paseíto a la velocidad de la luz, y pude ver el planeta desde arriba: es una experiencia alucinante. Luego nos fuimos acercando, nos hicimos transparentes y recorrimos sin ser vistos, y a petición mía, lo que queda de las calles de Faluya, los lodazales de Haití, la zona cero de Nueva York, el muro de Israel y tantos sitios más que siempre había soñado con conocer. No sé cuánto tiempo duró ese viaje pero lo suficiente para comprobar que esto está muy desequilibrado. Parece ser que no fui la única que se dio cuenta, pues me dio la sensación de que los marcianos se iban poniendo muy serios y sus semblantes se iban tornando más tristes a medida que recorríamos los rincones del planeta. Les pregunté por el motivo de su preocupación, y su respuesta fue la siguiente: venían una vez más en una misión de reconocimiento creyendo que por fin podrían instalarse en la Tierra y convivir con los humanos, pues en su planeta ya casi no se puede estar del calor que hace. Y de nuevo tenían que volverse a casa con el rabo entre las piernas y con la desagradable sensación de que aquí las cosas están cada vez peor, pues los humanos se soportan cada vez menos entre ellos, son incapaces de comunicar entre sí y además están destrozando su hábitat natural. Vaya novedad. Te crees, marciano, que has descubierto la sopa de ajo, pensé para mis adentros. Pero no dije nada, por pudor. En cambio, les pregunté si me podía ir con ellos, a lo que para mi sorpresa contestaron que sí, sin problema. Es más, me informaron de que ya hay otros humanos viviendo en Marte. No muchos, pero unos cuantos alucinados que, como yo, les solicitaron lo mismo y se embarcaron en un viaje hacia lo desconocido. Sin embargo, me han puesto unas condiciones para poder marcharme. La primera, que me lo piense bien y para eso me han concedido unos días de reflexión, pero la decisión ya está tomada, me convierto en marciana; con lo cual este plazo sólo me está sirviendo para esperar con ansiedad su vuelta a la Tierra para llevarme con ellos. La segunda, que me despida de todos mi seres queridos, así que adiós. La tercera, que no mire atrás, pues en su planeta no hay lugar para los arrepentimientos, la cobardía o la nostalgia.
Siempre nos quedará Marte.

Barcelona, 23 de septiembre 2004.

Conciencia de concha

Camino por la playa y voy buscando tesoros. Mis pies se desplazan por una arena blanca, fina y seca que cruje bajo cada pisada. Siento el calor del sol apretado en ella y también sus desniveles, es como si me estuviera dando un masaje.
Miro aquí y allá y encuentro dos conchas unidas. Cosa rara, normalmente se ven conchas sueltas; hasta resulta raro pensar que una concha antes fueran dos. Las cojo, las miro. Una de ellas tiene un pequeño agujerito redondo, perfecto para pasarle un hilo y convertirla en un colgante - esos agujeritos no son fruto de los caprichos de la naturaleza, como yo creía, sino que son resultado del arduo trabajo de un gusano que hace esa perforación para llegar al interior de la concha y comerse al bicho. Tiro de las dos conchas, las separo y me quedo con la que me gusta, la del agujerito. La otra la tiro de nuevo a la arena y sigo caminando. Y mientras voy caminando voy pensando, y pensando pienso que acabo de separar a dos piezas que seguramente habrán pasado bastante tiempo juntas, la una con la otra, unidas por una bisagra natural, cumpliendo con su función de casita de un molusco.
Tras tenerla un rato entre los dedos, medio olvidada ya, mientras busco otros tesoros entre la arena, meto la concha del agujerito en el bolsillo de mi pantalón corto.
Camino por la playa y siento algo en el bolsillo. Es ella. Grita y llora la separación de su otra mitad. Me invade su dolor de concha. Intento calmarla. Le hablo en su idioma de concha y le digo que tendrá que acostumbrarse a su nueva situación, que la vida es así, que estas cosas pasan, que lo que fue fue, que no es ni la primera ni la última, ni tampoco la única concha a la que le pasa algo así, y que ya se acostumbrará y seguirá viviendo su vida de concha. Y ella llora que te llora.
Y yo camino y camino, y mientras camino voy pensando, y pensando pienso que quizás debería volver atrás y dejarla en la arena al lado de su otra mitad, aunque ya no volverá a ser lo mismo, porque ahora ya estarán un poco separadas. Luego me digo que eso, tarde o temprano, iba a acabar pasando, que dos conchas nunca permanecen eternamente unidas y que es condición de concha acabar separada de su otra mitad. Así que en su idioma de concha, le digo que no hay nada que hacer, que no vuelvo atrás.
Camino por la playa y voy buscando tesoros, pensativa.

Brisbane, 3 de septiembre del 2003.

Fuegos artificiales

Estos últimos días han sido las fiestas del barrio. Las han clausurado hoy por la noche con fuegos artificiales en la playa y he podido verlos desde mi ventana; todo un lujo. Mientras veía cómo subían los cohetes y explotaban en el cielo, formando palmeras y otros caprichos de la pirotecnia que llenaban la noche de lucecitas de colores, he estado pensando que este ritual compuesto de efímeras explosiones de luz es un buen final de fiesta, una buena manera de acabar las cosas con las que nos lo hemos pasado bien, o mal. Entonces me he preguntado por qué los seres humanos no seremos capaces de decir adiós de esta manera, ya sea a la vida, a un amigo convertido en enemigo, a una pareja que ya no lo es, a un trabajo, a una etapa superada, o a lo que sea. De hecho, en algunas culturas despiden a sus muertos celebrando una comida después del entierro en honor al difunto, lo que siempre me ha parecido un acto muy saludable, pues ya dicen que las penas con pan pasan mejor. Ofrecer un manjar me parece un bonito símbolo de despedida tras la pérdida irreversible de un ser querido y un buen regalo para los que siguen vivos. Pero volviendo a la fiesta y a los fuegos artificiales que han cerrado el verano y sus diversiones, en realidad lo que pensaba era qué bonito sería celebrar con fuegos artificiales el final de una historia de amor, incluso aunque sea no correspondido. Me imaginaba el acto de tirar cohetes como una bonita manera de honrar la importancia que eso puede haber tenido en la vida de dos personas, como un ritual de respeto mutuo, una bella explosión de todo lo bueno y de todo lo malo. O nunca mejor dicho, un punto final por todo lo alto.

Barcelona, 4 de octubre de 2004.

Forum Barcelona 2004: entretenimiento reciclado

A una semana de su inauguración oficial, el Forum Barcelona 2004 ha abierto hoy sus puertas a un público que acudía únicamente con invitación, para participar en una especie de “ensayo general” que daba acceso a prácticamente toda la programación del recinto.
Tres horas husmeando por extensiones interminables de cemento han bastado para comprobar lo que ya eran mis sospechas antes de entrar. Sospechas que empecé a tener cuando se anunció la realización de este evento en Barcelona, mientras los terrenos de una parte olvidada de la ciudad empezaban a ser presa de excavadoras y demás maquinaria de construcción, limpiando la legendaria zona de la Mina en la que malvivía pobre gente y “gitanos” de los cuales nunca más se supo. Sospechas que poco a poco fueron creciendo al ver cómo el pastel de la gestión del evento se lo repartían entre las administraciones públicas en Cataluña, colocando a amiguetes y colegas en unas oficinas muy modernas de la antigua zona industrial del Poble Nou que, después del barrio del Born, es lo más “in” de la ciudad, pues acoge en sus antiguas naves a los estudios de la gente de siempre del “disseny” catalán, entre otros. Sospechas, una vez más, ante la falta de definición de un programa serio que explicara algo más allá de unas palabras biensonantes con las que se llenan la boca nuestros políticos socialistas (los famosos tres ejes: la diversidad cultural, el desarrollo sostenible y las condiciones de la paz), y ante la inexistencia de unos contenidos claros y detallados en el momento en que empezó la venta de entradas, por cierto, bastante caras para el bolsillo del ciudadano de a pie.
A una semana de la apertura, el Forum Barcelona 2004 es un parque temático flojo con una arquitectura impersonal que dejó de ser innovadora hace unas cuantas décadas y donde en cada esquina hay una imitación de un Pan’s & Company camuflado bajo techos de caña al más puro estilo caribeño y con explicaciones en carteles a todo color de lo que es nuestra comida española de todos los días. Es un sinfín de espacios inmensos en los que las agencias de publicidad, comunicación y organización de eventos contratadas por Forum 2004 han intentado llenar los vacíos conceptuales con trabajos de manualidades, hechos mediante un corta y pega de fotos estilo Benetton, mezclados con elementos urbanos colgados aquí y allá imitando un arte contemporáneo desfasado, sin olvidar colocar en lugares estratégicos cajas registradoras por las que el visitante pasa para pagar a precios desorbitados los juguetes de lata con los que se divertían nuestros abuelos, bolsos de plástico reciclado, camisetas y toallas con la paloma de la paz bordada y alimentos de un comercio que se define como justo. Es también un ir y venir de jóvenes dotados con toda su indumentaria corporativa y su buen humor, cuya tarea es informar al visitante despistado. Sin olvidar a los artistas que amenizan los rincones del desolado paraje con espectáculos de un arte callejero también reciclado, pues es un refrito de La Fura dels Baus, Els Comediants y Cirque du Soleil que tan de moda están, pero más visuales que interesantes y sólo en catalán.
Es todo eso y mucho más. Es un insulto a cualquier persona con dos dedos de frente y cierto talante crítico que sea capaz no sólo de mirar el contenido, sino también el continente, las zonas limítrofes y lo que hay detrás de las fronteras del recinto. Basta con levantar la vista y mirar los edificios nuevos de los alrededores, construidos en un estilo directamente importado de Estados Unidos, con sus parques urbanizados y centro comercial incluido, e imaginar la fabulosa especulación inmobiliaria que se debe de haber generado gracias a este evento cultural o que se solapa tras el mismo. Uno puede también preguntarse qué va a pasar con el recinto cuando todo acabe, en qué se convertirá, si en un lugar desolado y tomado por el óxido y el salitre que habrá salido muy caro al dinero público o en una zona de locales de noche y restaurantes para los turistas, al estilo “cutre luxe” del Port Olímpic. O mirar y leer, y no sólo ver, los carteles de las exposiciones, para entender la hipocresía que se encierra tras cada frase formada por una concatenación de palabras políticamente de moda, pero que son huecas y se dan de tortas con la realidad social no sólo de aquí, sino de casi todas las culturas que supuestamente se encontrarán en este recinto durante cuatro meses. Es un insulto porque parece que los que están detrás de este evento nos toman por idiotas.
Lo único que me ha gustado ha sido la gran cantidad de elementos lúdicos para los niños que, no obstante, son siempre tan agradecidos y tan fáciles de contentar. Casi todos han sido construidos y fabricados utilizando materiales reciclados, imagino que pretendiendo transmitir, una vez más, el valor y las ventajas del reciclaje. Pero en los solares tras las fronteras de Diagonal Mar, detrás de los edificios de los pisos feos, los niños del barrio de toda la vida no juegan porque no hay nada más que charcos, malas hierbas que crecen a sus anchas, aparcamientos improvisados sobre lodazales y restos de casas viejas a medio derruir. Los chavales del barrio humilde no tienen ni juguetes ni columpios reciclados. Tener acceso a eso cuesta exactamente 17,90 euros, es decir, casi 3.000 pesetas de las antiguas.

Barcelona, 2 de mayo 2004.

El cobrador del frac

La otra noche tuve un sueño curioso. Soñé que iba por la calle y de repente veía uno de esos coches que llevan publicidad incorporada, salvo que en ese caso no se trataba exactamente de publicidad, sino que el coche era propiedad de la empresa "El cobrador del frac" y estaba rotulado con su imagen corporativa. Como ya es sabido, "El cobrador del frac" es una compañía que se dedica a perseguir a los morosos o deudores, y que desde hace ya unos años ha modernizado esta ingrata y antigua actividad poniendo a disposición de sus trabajadores un parque automovilístico de coches utilitarios, pintados siguiendo la línea corporativa negra y blanca con letras elegantes que incorpora además un señor con bigotes vestido con un frac. Dentro, y siguiendo la tradición, sus conductores van convenientemente ataviados con un elegante frac. No sé en otras ciudades, pero ahora en Barcelona existe también otra empresa, competencia de los cobradores del frac de toda la vida, que también emplea coches utilitarios para sus actividades, y que con un tono de cierto cachondeo acorde con una imagen de un color amarillo parchís y grandes letras negras, se hace llamar "El torero del moroso". Su plantilla de trabajadores se dedica también a intentar satisfacer impagos y otras deudas, vestidos ellos cuales toreros dispuestos a rematar la más ardua faena.
Lo curioso en mi sueño era que yo iba caminando por la calle y lo que me sorprendía era que empezaba a ver coches de "El cobrador del frac" por todas partes. Y tras ver los coches, me empecé a fijar en los transeúntes a mi alrededor, y veía a cobradores elegantemente vestidos, persiguiendo sin descanso a personas que por sus rostros y prisas daban muestra de una gran incomodidad. Me acababa de cruzar con el primero y por la esquina de la siguiente calle ya estaba apareciendo otro. Cruzaba el semáforo y a mi lado pasaba una persona como una exhalación perseguida por un cobrador con su frac, maletín en mano. Veía a una señora con cara de angustia con un cobrador del frac pegado a sus talones, o a un tipo con un cobrador del frac instalado en el lugar de su sombra, y así uno tras otro, sin parar. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos, así que decidí acercarme a uno de ellos que estaba parado en medio de la calle consultando su Palm Pilot, me imagino que para confirmar el sitio y hora de su siguiente persecución, y preguntarle la razón de semejante invasión. ¿Será que ha habido un cataclismo en las bolsas, está todo el mundo comprando a lo loco con tarjeta de crédito, sin fondos para pagar los cargos, y yo, para variar, ando en la más completa inopia y no me he enterado?
La respuesta del cobrador me dejó aún más atónita. Tras una reunión de los accionistas con la dirección de la empresa para hacer balance anual de resultados y analizar el mercado y la competencia, desde la dirección de "El cobrador del frac" se había decidido hacer un cambio revolucionario en la actividad de la empresa, que sin duda alguna iba a suponer unos ingresos fabulosos al final del siguiente año. Por un lado, desde el consejo de dirección se había detectado un considerable crecimiento en la competencia y se había tenido que aceptar el éxito de "El torero del moroso" debido a su publicidad y a su imagen de marca, así como a sus agresivas técnicas de cobro. Y por otro, gracias al asesoramiento de un grupo de gurús de una empresa de consultoría de prestigio, se había detectado un vacío en el mercado de los cobros que ninguna empresa estaba cubriendo, y desde "El cobrador del frac" se había decidido apostar por esa nueva línea de negocio, que consistía básicamente en proseguir con la misma actividad persecutoria de morosos cambiando, sin embargo, el perfil de los mismos. En vez de deudores de importes económicos o monetarios, los nuevos perseguidos por los cobradores del frac serían los morosos de sentimientos y de emociones.
Y entonces comprendí todo. Comprendí la invasión de cobradores en las calles de mi ciudad, e imaginé que el fenómeno debía de estar extendiéndose por todo el país. Según me contó el cobrador, ya con cierta impaciencia porque tenía que marcharse a realizar su siguiente trabajo, pero con total corrección, desde la propia empresa estaban muy sorprendidos de la cantidad de peticiones que se estaban recibiendo, tenían las centralitas totalmente colapsadas y estaban ya reclutando a personal nuevo, formándolo a marchas forzadas para poder dar abasto y satisfacer a todas las demandas, y cobrar las deudas sentimentales pendientes que tenía la población española, que según se estaba demostrando, eran enormes. Le agradecí toda la información y tal cual se marchó a toda prisa mientras contestaba una llamada con su teléfono móvil.
En mi sueño me sentí petrificada y me quedé inmóvil, quieta y parada en medio de la calle, con esa desagradable sensación que ocurre en el mundo onírico en que uno quiere caminar, o correr pero por mucho que lo desee y lo piense, el cuerpo no reacciona y si lo hace es de una forma totalmente lenta e inútil. Porque lo que deseaba yo en mi sueño era echar a correr, escapar de ese espanto que se estaba dando a mi alrededor y que sin duda debía de estar generando un negocio brutal. Finalmente alguien muy listo, o sencillamente observador, había sabido detectar una triste realidad de nuestros tiempos –o quizás de todos los tiempos- y había tenido la brillante idea de hacer negocio con ella. Cobradores de deudas emocionales... Quién no sucumbirá ante la tentación de reclamarlas si le dan la ocasión de hacerlo. Y quién no tendrá alguna. Cuántas veces yo misma no habré dado, de manera consciente o no, todo lo mejor de mí a aquella persona –familiar, amiga o amigo, novio de una noche, amante o pareja- que tenía ante mí y que podía necesitarme, cuántas veces habré malinterpretado lo que se esperaba de mí, cuántas veces lo que se esperaba de mí no correspondía con lo que yo en ese momento podía o quería dar. Cuántos deseos y frustraciones habré ido generando en los corazones de las personas que he ido encontrando a lo largo del camino.
En esas estaba yo en mi sueño, intentando moverme sin éxito, mientras veía a la gente que corría despavorida a mi alrededor, escapando de los cobradores del frac, cuando de repente apareció "mi" cobrador del frac. Lo vi ahí enfrente, nos miramos, me reconoció y lo reconocí. Mientras se dirigía hacia mí, un sudor frío empezó a recorrer todo mi cuerpo y entré en pánico, dándome cuenta de que efectivamente venía a por mí, de que me perseguiría incansablemente por la ciudad hasta que pagara todas mis deudas, y yo no sabía cuánto duraría eso, porque no sabía a ciencia cierta cuántas tendría, cuántas personas de mi vida me considerarían morosa emocional y habrían recurrido a los servicios de esta empresa para recuperar algo que no les di en su momento, la parte de mis sentimientos que consideraban que les pertenecían y que ahora me reclamaban. Justo en el momento fatídico en que el cobrador me iba a comunicar mis deudas, desperté de un sobresalto. Abrí los ojos en la media luz de la habitación y miré la hora. Aún no había sonado el despertador, faltaban diez minutos para las ocho.

Barcelona, 20 de mayo 2003.

Sentidos anestesiados

La luz de mañana de invierno, mitad blanca mitad amarilla, ilumina las cornisas barcelonesas, y un cielo azul brilla sobre mí, imponente. Un paso tras otro, me desplazo por el barrio viejo con prisa: he decidido ir a pie al trabajo para hacer un poco de ejercicio, que luego me paso demasiadas horas sentada. No me despisto para no pisar las cacas de los perros del barrio, los vómitos de algún borracho, y contengo la respiración al pasar por la esquina en la que huele a meos humanos desde que tengo memoria. Más adelante un mendigo duerme aterido entre sus propiedades mugrientas y cubierto de cartones que de poco le sirven. Cruza una prostituta yonqui dando gritos y persiguiendo a no se sabe quién, porque va sola, dando pasos rápidos y cortos, las manos agarrándose al aire para no perder el equilibrio, el rimmel corrido. Miro sus ojos perdidos, sus labios finos y veo que le falta un diente. No debe de tener mi edad.
No he desayunado más que un té y una manzana, pero mi estómago se retuerce y una saliva desagradable me invade la garganta convulsionada. Hay olores que saben. Un paso tras otro, un paso tras otro, rápido, rápido. Las Ramblas, por fin, hoy subo por los puestos de flores, que los están abriendo a esta hora. Un poco de belleza para la vista, por favor.
En el barrio donde vivo te encuentras la miseria humana así, puesta a pie de calle, al doblar cualquier esquina. No hace falta irse más lejos, está aquí, a la vista de todos. A cualquier hora del día, sople el aire de donde sople. Paso al lado del Liceu y miro sus carteles expuestos, que siguen insultando la programación a los que no pueden pagarse ni la entrada ni nada de nada, a la gente del barrio.
Pienso que es demasiado drama a primera hora de la mañana. Debería haberme acostumbrado después de poco más de treinta años, pero afortunadamente no es así. A diferencia de muchos, no tengo los sentidos anestesiados. Es que no me da la gana.

Barcelona, 16 de diciembre 2001.

La mendiga

La mujer estaba en la misma postura, contando las mismas monedas.
La vi dos veces ese día de mayo, cómodamente sentada en el verde del parquecito de la plaza Urquinaona, con el mismo anorak de ski color burdeos, brillante y aristocrático, lleno de lamparones grasientos.
Resultaba imposible descifrar la edad en las arrugas negruzcas que surcaban la suciedad de su cara y en su gordura incomprensible.
Pero ella me gustó: parecía una niña con un tesoro entre las manos. Me gustó la avidez de su mirada y una extraña alegría en su sonrisa perdida, al contar una y otra vez sus moneditas brillantes.

Barcelona, 23 de mayo 2001.