15 diciembre 2006

La despedida

Sonaron las tres en el campanario de la catedral y apuré el último sorbo de café. Sabía que había llegado la hora de marcharme de la ciudad, que estaba tardando en irme.
-¿Qué te debo?
-Uno con diez.
-Gracias, hasta luego.
Por fin había encontrado un bar donde sabían preparar el café corto y no los aguachirles habituales. Y no iba a volver más. La camarera se despidió de mí con gesto indiferente y siguió hablando con un cliente acodado en la barra. Bordeé la antigua muralla, crucé la Vía Layetana, sin los rugidos habituales de los coches a esa hora del día, y bajé por la calle Platería hasta Santa María del Mar. Nos gustaba apostarnos cosas y luego perdonarnos las apuestas. Una vez me empeñé en que era una iglesia y ella sostenía que era una basílica. Ganó ella.
Entré. No había más que algunas viejas rezando desperdigadas por los bancos y varios turistas despistados. Todavía faltaba una hora para que saliera mi tren. Me senté en uno de los bancos de madera, dejé la mochila a los pies y miré hacia arriba y alrededor, como tantas otras veces: los arcos apuntados, los colores de los vitrales, las llamitas temblando en los vasitos de plástico rojo... Desde hacía un tiempo una fuerte presión me oprimía el pecho pero no conseguía llorar. El aire con olor milenario a vela me invadió los pulmones y visiones fugaces de aquel año cruzaron por mi mente. Su risa, sus lágrimas, los dedos largos de sus pies, el monedero en forma de pez. No tuve la oportunidad de despedirme pero me pareció mejor así, más justo. Ella sabía que la empecé a abandonar a los pocos días de pasar la primera noche en su cama, con lo cual podía ahorrarle otra despedida más. Era innecesario. De repente, un golpecito en el hombro me sobresaltó. La mano nudosa de un anciano de ojos vidriosos me pedía limosna. Me levanté, vacié el contenido del bolsillo de mi pantalón, el cambio del café y unas monedas más, y se lo di. Al salir, el sol de la tarde me deslumbró y tuve que cerrar los ojos para acostumbrarme a la luz. Ese día soplaba viento sur y el ambiente era seco, algo raro en la ciudad.
Caminé por las tranquilas callejas del Born rumbo a la estación de Francia. Pasé por delante del Mudanzas y recordé las cervezas en la barra, el sonido de su voz, el gesto que hacía con la cabeza al reír. Le gustaba salir de noche y nunca se emborrachaba. Podía beber más que yo sin perder el control, recorrer un bar tras otro sin cansarse de estar a mi lado. Hasta que se cansó.
La penumbra del vestíbulo de la antigua estación refrescaba al entrar. En las inmensas bolas de latón que colgaban de lo alto del techo se reflejaba el dibujo del pavimento y mi tren ya aparecía en la pantalla, salía del andén 5 en media hora. Me gusta llegar con tiempo a las estaciones para no hacer nada más que esperar y fumar. Siempre he estado esperando algo. La salida de un tren, una llamada, un mensaje en el móvil de alguien que me echaba de menos, un ingreso extraordinario en mi cuenta del banco de parte de un desconocido, un viejo asunto que quedó sin saldar... Vete a saber por qué. Ahora, desde el asiento del vagón, miraba por la ventanilla y esperaba verla a ella en el andén, como las otras veces, mandándome besos por el aire. Una pareja de gente mayor se despedía de alguien con la mano y las palomas picoteaban restos de un bocadillo cuando el silbato sonó y el tren se puso en marcha.

Barcelona, 10 de diciembre 2006.