03 abril 2008

La verdad según Sofía

“¿Qué es la verdad?”
Esa pregunta se dibujó en mi cabeza y me miré al espejo, esperando que el reflejo me devolviera alguna respuesta. Sólo vi mi cara cansada, ligeramente borracha, el maquillaje desdibujado y el rimel corrido. Era ya muy tarde y tal vez lo más sensato era que me metiera en la cama, pero no podía dormir. Los acontecimientos de los últimos tiempos, que habían culminado en esa noche, me tenían demasiado despierta. Cogí un algodón, lo impregné con loción y empecé a desmaquillarme. Mientras introducía con gestos rápidos y diestros el redondel de algodón en las arrugas de mi cara, me di cuenta de que tenía muchas ganas de seguir bebiendo. En ese momento quería sentirme muy borracha, olvidarme de todo por unas horas, y me importaba muy poco la resaca del día después.
Vaya pregunta improcedente, pensé mientras me untaba la cara con crema hidratante. La verdad no es algo acerca de lo cual se deba preguntar, la verdad se sabe cuando es verdadera. Sólo la gente que está profundamente aburrida se formula semejantes absurdidades y, seguramente, si tuvieran algo más importante que hacer en sus vidas, no le dedicarían ni medio minuto a ese tipo de disquisiciones. Por eso no me quedé en la universidad, porque no me quería contagiar y acabar siendo como ellos, concluí sin más, mientras me repasaba los pelos del bigote con la pinza de depilar.
Había empezado ya a lavarme los dientes pero decidí probar suerte en la nevera. La abrí y estaba más blanca por dentro que por fuera. Llevaba días así, no había tenido tiempo, ni ganas, de ir al supermercado a hacer una compra. Dentro no había más que una botella de Martini Rosso sin empezar, así que la abrí y me serví un vaso a rebosar. Sin hielo, sin ginebra, sin rodajita de naranja. A palo seco. Fui al lavabo, escupí la pasta de dientes y me enjuagué. Tal vez me debería haber lavado los dientes después, pero pensé que no habría después. Quería perder la noción de todo y dormir por lo menos hasta el mediodía.

Colesterol 311

-Lleva usted una bomba de relojería dentro, dijo la doctora con aire reprobador.
Me clavó las agujas de sus ojos azules y tuve que bajar la mirada. Luego escribió en un papel el nombre de la nueva medicación, con letra ininteligible. Debe de haber un código secreto entre los médicos y los farmacéuticos, pensé para mis adentros, pero no me atreví a comentar nada. Ese día la doctora no estaba para bromas. Rasgó la hoja de la libreta, me la entregó con el aburrimiento y la resignación propios de cierto personal de la sanidad pública, y cuando salí por la puerta me dijo: “Cuídese, y no olvide repetir la analítica en tres meses. Pida hora en el mostrador”.
En la calle me sentí como cuando mi madre me reñía de pequeño, y ese recuerdo me supo agridulce. Me daba igual morirme. De hecho, podía ser hoy mismo, me harían un favor. Entré en la primera farmacia que encontré y una chica escondida tras unas gafas de pasta me atendió sin mirarme. Tomó la receta que le tendí y se fue leyéndola hacia la parte trasera del local, a rebuscar entre los estantes donde miles de cajitas con comprimidos de colores se apilaban las unas sobre las otras. Volvió al mostrador, con un cúter cortó un trocito de cartón de la caja, lo pegó con papel celo a la receta, pasó el código de barras por un lector y me dijo mecánicamente: “Son veinte con treinta y siete”. Pues sí que sale caro tener colesterol. Metió la caja, la receta y el tique en una bolsita de plástico con publicidad en un lado y el nombre de la farmacia en el otro, me devolvió el cambio, y pasó a atender a una anciana reducida que arrastraba un perrito con abriguito de lana.
-Gracias, hasta luego.
No hubo respuesta.
Al salir encendí un cigarrillo. La doctora había insistido en que dejase de fumar así que pensé en probar con los parches, pero había olvidado por completo comprarlos. Pensé en volver atrás, pero en esos momentos no me sentía con ánimos de enfrentarme de nuevo a la indiferencia con gafas de pasta. Si me tratan mal en un establecimiento no discuto; sencillamente no vuelvo más.