08 mayo 2010

El cuento de las arenas

Érase una vez un río que, tras dejar la fuente de donde nació en las lejanas montañas, cruzó campiñas y paisajes de todo tipo hasta llegar a las arenas del desierto. De igual modo que había sorteado los obstáculos encontrados en el camino, el río trató de atravesar el desierto, pero entonces se dio cuenta de que sus aguas desaparecían en las arenas nada más alcanzarlas.
El río estaba convencido de que su destino era cruzar el desierto, pero no había manera. Entonces una voz que provenía de las dunas le susurró:
"El viento cruza el desierto y el río también puede hacerlo".
El río objetó que no hacía más que estrellarse contra las arenas y que sólo conseguía ser absorbido por ellas. Que el viento podía volar y que por eso conseguía cruzar el desierto.
"Utilizando los métodos de siempre no lograrás cruzarlo. Desaparecerás o te convertirás en pantano. Debes dejar que el viento te lleve hacia tu destino".
“¿Y cómo puedo hacerlo?”, preguntó el río.
"Dejando que el viento te absorba".
Al río esa idea no pareció gustarle nada. Después de todo, nunca antes había sido absorbido y no quería perder su individualidad. Además, en caso de perderla, ¿cómo saber si podría volver a recuperarla algún día?
"El viento", dijeron las arenas, "cumple esa función. Eleva el agua, la transporta sobre el desierto, y luego la deja caer. Al caer como lluvia, el agua se convierte otra vez en río".
“¿Cómo puedo saber que eso es cierto?”.
"Así es, y si tú no lo crees, no te convertirás más que un cenagal, e incluso eso te llevaría muchos, pero que muchos años. Y estarás de acuerdo en que un cenagal no es lo mismo que un río."
“¿Pero no puedo seguir siendo el mismo río que soy ahora?”.
"De ninguna manera puedes quedarte como estás", susurró la voz. "Tu parte esencial es transportada y forma un río otra vez. Sólo crees que eres lo que eres ahora porque has olvidado cuál es tu parte esencial."
Cuando oyó esto, en los pensamientos del río empezaron a sonar unos ecos. Vagamente recordó un estado en el que él –o tal vez una parte de él-, había sido transportado en los brazos del viento. También recordó –o eso le pareció- que eso era lo que realmente debía hacer, aunque no fuera lo más obvio.
Entonces alzó sus vapores hacia los acogedores brazos del viento, que gentil y fácilmente lo llevó hacia arriba y a lo lejos, dejándolo caer suavemente en cuanto alcanzaron la cima de una montaña, muchos, muchos kilómetros más allá. Y por el hecho de haber tenido tantas dudas, el río pudo acordarse con más precisión de los detalles de la experiencia. "Claro”, dijo como si despertara de un sueño, “ahora ya sé cuál es mi verdadera identidad".
El río estaba aprendiendo algo nuevo e inusual para él. Mientras, las arenas susurraron: "Nosotras lo sabemos porque vemos esto día tras día. Y también porque nosotras, las arenas, nos extendemos por todo el camino que va desde las orillas del río hasta la montaña".
Y por eso dicen que el camino por el que el río de la vida ha de seguir su viaje está escrito en las arenas.

Awad Afifi el Tunecino

Versión contada por Terence Stamp:

03 mayo 2010

Otra vida

A veces me gustaría ser recepcionista en una clínica dental. Que mis preocupaciones laborales fueran llegar puntual a mi hora y cuadrar la agenda de extracciones, empastes, implantes y limpiezas bucales. Salir con el tiempo justo del trabajo, tomar el metro en hora punta y llegar a tiempo de recoger a mis dos hijos en el colegio, niña y niño, la parejita. Comprarles un tigretón de merienda a cada uno y que en el camino a casa me contaran las anécdotas del día, darles un grito para que no se pelearan, llegar a casa, ayudarles con los deberes, bañarlos, hacerles la cena, y esperar que mi marido llegara tarde, como cada día, para cenar algo con él en silencio y luego tirarnos en el sofá a mirar una serie o un programa de humor de la televisión. Quedarme dormida en sus brazos y no recordar cómo llegué a la cama, para amanecer al día siguiente sabiendo que todo volverá a ser igual, que si consigo que el del banco no me suba la hipoteca, la economía familiar cuadrará, que el fin de semana daremos una vuelta por el centro comercial, haremos la compra para toda la semana, y allí nos encontraremos con otra pareja con hijos de las mismas edades que los nuestros. El domingo ir a comer a casa de mis suegros, y luego ver todos juntos el partido y chillar como la que más con cada gol. Algún sábado dejaríamos a los niños con mis padres y saldríamos a cenar y de copas con amigos, o al cine, pero muy de tarde en tarde, que hay que ahorrar. Alguna vez, de repente, me emocionaría al entrar en el cuarto de mis hijos dormidos y verlos tan grandes. Me extrañaría el paso del tiempo, me daría miedo, tal vez, por unos instantes, pero se me pasaría rápidamente al poner orden en los juguetes tirados por el suelo. También a veces recordaría el día en que me casé, pensaría en lo jóvenes que éramos, en que él ya no me mira como antes, pero me diría a mí misma que es normal, que las cosas cambian, que eso dicen en todas las revistas femeninas, y que debo hacer un esfuerzo por estar mejor en mi piel, reforzar mi autoestima y conseguir así volver a gustarle como el primer día. Me emocionaría con los besos apasionados que él me daría en el momento menos pensado, y me sentiría orgullosa de haber llegado tan lejos con él y no haberme separado, como tantas otras parejas, a la primera crisis. Tendría una buena amiga, o dos, a lo sumo, con las que me contaría intimidades sobre nuestros maridos y compartiría chismes. Ya se sabe que las amigas de verdad se cuentan con los dedos de una mano. Al pensar en el futuro desearía que mis hijos estudiaran, consiguieran un buen trabajo, se casaran, me dieran nietos, y poder retirarme con mi marido en el pisito de la playa que nos habríamos comprado con los ahorros de toda una vida, para disfrutar del tiempo que nos quedara, juntos, por fin, y poder dar paseos, tomar helados, y leer novelas por la tarde, a la sombra en el balcón.

01 mayo 2010

Un vencejo

En los límites del pensamiento, vuela un vencejo.
Raudo recorta el aire silbando sus dominios
y en la ciudad azotan los primeros calores,
las tardes sin horizonte y sin prisa,
la lluvia intermitente.