18 junio 2010

Así sabe el infierno

Era mediodía y estaba en casa, a punto de salir, cuando llamaron a la puerta. Era Ana, la chica que limpia la escalera una vez por semana.
-Mira, que alguien ha echado salfumán con lejía, y en los pisos de arriba no se puede estar de lo que pican los ojos y la garganta. He abierto el portal para ventilar, pero yo así no limpio.
-¿Qué me dices?...
Entró de nuevo en el apartamento y sin pensárselo dos veces se puso unas gafas de piscina, un trapo de cocina en la boca, y subió hasta la azotea a abrir la puerta para hacer tiro de aire. De bajada notó picor en la nariz. Aprovechó también para preguntar, puerta por puerta, si alguien había limpiado con productos tóxicos, pero nadie sabía nada. Luego bajó el portal, donde estaba Ana con el cubo y la fregona, a esperar que la escalera se aireara bien.
-El que lo haya hecho estará pajarito en su casa, aseguró la chica, tosiendo.
Esperaron unos minutos en la calle, bajo un cielo soleado, comentando que hay gente que hace unas cosas muy raras.
-Bueno, ahora ya estará ventilado, limpia lo que ve la suegra y vete.
-Vale.
Se estaba arreglando para marcharse cuando volvió a sonar el timbre.
-Mira, que esto sigue, y viene de este piso, le dijo Ana señalando la puerta de enfrente en el mismo rellano.
-Ostras, ¿a ver?, dijo acercándose. El olor que salía por el quicio de la puerta la echó para atrás. ¡La Mari! Qué raro…
Llamó al timbre. Nada.
-Si la mujer está dentro, te digo que estará pajarito. ¿Nadie tiene la llave?
-Sí, yo.
Buscó el juego de llaves a toda prisa, se volvió a poner las gafas de nadar, el trapo en la boca, y abrió la puerta. Recibió una bofetada de un humo gris como una niebla. El ambiente dentro era irrespirable. Cerró la puerta de la vecina de un portazo. Las llaves se quedaron colgando de la cerradura.
-¡Ahí no se puede entrar! ¡Tenemos que salir de aquí!
Marcó el 112 y explicó la situación. Mientras tanto, Ana se disponía a entrar en el piso.
-¡Tápate la cara!
La chica se tapó nariz y boca con un trapo, entró como una exhalación con los ojos cerrados y abrió la primera ventana que encontró. Volvió corriendo y se abalanzó al balcón a toser. Mientras, la otra seguía hablando con la operadora del 112.
-Mire, no sé, pero de ese piso sale una nube tóxica, señora… Es como una niebla que pica en los ojos y la garganta… No, no sé si hay alguien dentro. ¡Manden rápido a los bomberos y una ambulancia!
Ana entró de nuevo y abrió otra ventana. Volvió tosiendo.
-¡No puedo mirar en las habitaciones!
-¡Nos vamos a la calle! ¡Hay que evacuar el edificio! ¡Baja, que yo voy a los demás pisos a decirles que salgan!
En la calle se fueron acercando mirones y curiosos, los vecinos preguntaban qué pasaba y sólo una pareja de mayores, una joven extranjera que se iba a trabajar, y un señor mayor del tercero, salieron del edificio.
Llamó otra vez al 112.
-Mire, he llamado hace un rato… Sí, esa es la dirección… ¿Cómo dice? Ya, ¡pero es que no sé si hay alguien dentro! Disculpe, he perdido la noción del tiempo… Vale, esperamos, gracias.
-¿Qué te han dicho?, preguntó Ana, la chica de la limpieza.
-Que sólo hace 6 minutos que llamé y que los bomberos no pueden venir volando.
A los pocos minutos llegó un camión de bomberos, preguntaron qué pasaba, ella lo explicó, les dio la llave del piso de la vecina y cinco hombres entraron en el edificio con máscaras. En seguida llegó una patrulla policial y una ambulancia. Los enfermeros reconocieron rápidamente a las dos chicas. A Ana, la chica de la limpieza, le dolía el pecho. A la otra le picaban mucho los ojos y le dolía la garganta. Mientras tanto, otra vecina de la escalera había localizado a la inquilina del piso, que afortunadamente no se encontraba dentro.
-Está llegando, informó.
-¿Dónde estaba?, preguntó ella.
-Luego te cuento… Esto ha sido por las cucarachas.
-¿No me diga que…?
-…
A los pocos minutos apareció la vecina con la cara desencajada y un hombre detrás, preguntando qué había pasado. Los bomberos salieron del edificio con una bolsa de plástico. Ésta contenía un paquete de azufre micronizado al 98,5%, prácticamente vacío. El hombre contó a los agentes que había puesto cinco recipientes con el producto repartidos por la casa, cada uno prendido con una mecha para quemarlo y dejarlo actuar para matar a los bichos.
-¿Pero a quién se le ocurre semejante imprudencia?, exclamó la chica.
La mujer la miraba consternada y balbuceaba excusas.
-¡Pero Mari, si tiene un problema tan grave de cucarachas, me lo dice, que para algo soy la presidenta de la comunidad, y pido al administrador que mande una empresa especializada en desinfección y ellos lo hacen! ¡Podría haber montado un incendio! ¡Y con azufre, que es súper tóxico!
-¿Qué pasa? ¿Que tú eres una santita y nunca en tu vida te has equivocado o qué?, replicó el hombre.
-Oiga mire, sí que me equivoco, pero con mis equivocaciones no pongo en peligro la vida de nadie, joder.
-Mejor nos vamos, ¿no?, dijo mirándola el jefe de la patrulla de los bomberos.
-Pues sí, nos vamos. ¡Esto es increíble!
-La culpa la tienen los que viven en los bajos, que son unos guarros, se apuntó una espontánea.
-¡Venga señora, no diga chorradas!
-Signora, que entran de las basuras, ¿no ve que los contenedores están aquí delante?, se defendió la chica con acento italiano desde la puerta de su casa.
Los enfermeros reconocieron a las dos chicas en la ambulancia mientras los agentes de la policía tomaban los datos de ambas y del hombre para hacer un parte policial. Ella tenía la tensión por las nubes y estaba de muy mal humor. Luego les preguntaron si tenían intención de poner una denuncia.
-Pues mire, en principio no, entiendo que esto ha sido una imprudencia, contestó la chica del primero primera.
-No ha habido dolo, dijo el agente.
-De momento vamos al hospital a que nos reconozcan, y luego veremos qué hacemos, zanjó ella.
-Como ustedes quieran, nosotros dejamos el parte en la comisaría y pueden pasar cuando les vaya bien si desean hacer una denuncia.
Entraron en las urgencias del hospital a las 3 de la tarde. Radiografía del tórax para descartar lesiones pulmonares, reconocimiento de las constantes vitales, electrocardiograma y seis horas en observación. Las médicas alucinaban al oír la historia; una de ellas no pudo contener la risa y luego se disculpó. Ana, la chica de la limpieza de la escalera, estaba mareada, y le dolía el pecho y la cabeza. La otra tenía menos molestias, sólo la garganta y nariz irritadas, se había expuesto menos a los gases tóxicos. Esperaron. Les hicieron la radiografía. Esperaron más. Ana decía que todavía notaba el sabor del azufre en la boca. La otra la miraba sentada, nerviosa, agotada. Las reconocieron dos médicas del servicio de urgencias, a las dos juntas y a la vez.
-Esto es un dos por uno, bromeó Ana desde la camilla del box, con los cables del electrocardiograma colgando del pecho.
-Ahora no hable, por favor.
Las dejaron ir al bar del hospital a comerse un bocadillo, mientras esperaban el alta.
-¿Qué te parece si nos lo comemos fuera, en un banco, para que nos dé el aire?, propuso ella.
-Mejor.
Eran casi las 7 de la tarde. Devoraron el bocadillo, y luego algo dulce.
Ana encendió un cigarrillo y le ofreció el paquete de Gold Coast, pero ella dijo que no.
-No entiendo cómo te puede apetecer fumar. A mí me sigue picando todo, añadió.
-Esta es la prueba de fuego, dijo mirando el pitillo. Ahora ya sabemos a qué sabe el infierno.

09 junio 2010

Horizontes ignotos

En el reino de la mediocridad el talento y la excelencia son males demoniacos a erradicar a toda costa. Que tenga cuidado todo aquel que los posea y que en sus obras dé prueba de ello, pues será pasado por la guillotina y rodará su cabeza ante mirones sin criterio. Los verdugos detestan que se les haga sombra. Tras sacar los higadillos a quien con su esfuerzo los ayude a ponerse medallas y lucir condecoraciones, inician la caza de brujas y aquí no queda títere con cabeza. Suerte la de los desterrados que, venciendo la frustración, parten hacia horizontes ignotos a reinventarse y seguir soñando.

02 junio 2010

Jornada

El calor tibio de la caquita del can en la bolsa de plástico.
Las risas pueriles en las despedidas de los jubilados.
El orgullo en el paso decidido y frágil del beodo.
Los restos de guano en el firme de la azotea.
La colada blanca secándose al viento del sur.
El mohín al cruzarte con el amante imposible.
La extrañeza al descubrir olores nuevos en casa.
Los gritos de las gaviotas insomnes de madrugada.
El taconeo cansino de una turista de regreso sin presa.
La espera de las sábanas limpias donde reposar el cansancio.