09 febrero 2011

Ni rastro

Hacía frío. Justo antes de salir de casa, se puso los guantes. Eran de cuero. Los de lana le daban dentera. Tenía tendencia a tener las manos y los pies fríos. Procuraba protegerlos y así sobrellevaba mejor el invierno. No le gustaba nada el invierno.
Otra de sus manías era dar un repaso de la casa antes de salir por la puerta. Ese día cumplió también con sus rutinas. Calzado, con el abrigo puesto, la bufanda al cuello, y enfundado en sus guantes de cuero viejo, se paseó por la casa. Las estufas apagadas. Las lámparas desenchufadas (la instalación eléctrica era de antes de la guerra). Las llaves de paso del gas y del agua cerradas. Las ventanas también. Las cartas apiladas sobre el escritorio. Volvió por el pasillo hasta el recibidor y, antes de abrir la puerta, se sintió un intruso en su propia casa. Como si escapara de aquel lugar sin dejar rastro, sin que nadie lo viera. Se sintió liberado, como si se quitara un gran peso de encima. Qué raro, pensó.
Accionó el picaporte, tiró de la puerta, y una bofetada de fritanga lo recibió en el descansillo. Su vecina era andaluza y le tenía sin cuidado el colesterol. Cerró deprisa tras de sí para que no se colara la grasaza. Lentamente, dio dos vueltas a la llave. Entonces, lo entendió. Los guantes. No había dejado huellas. Podía no volver jamás y nadie sabría cuáles fueron sus últimos movimientos.