06 febrero 2024

Sant Pere Pescador

‒¿Dónde está papá? ‒ preguntó la niña mientras masticaba una galleta.

‒Hablando con esa señora ‒ respondió la hermana mayor.

El horizonte era una fina línea oscura sobre un mar plateado y el sol se ponía tras la duna, tiñendo el cielo de brochazos rosas y naranjas. Había caído la brisa y el mar estaba como un plato. Hacía solo un rato habían estado jugando en la orilla a revolcarse en las olas, muertas de risa; el bañador se les había llenado de arena, y tenían el pelo ensortijado por el salitre. El padre, un hombre alto y corpulento de pelo cano a pesar de su juventud, les había ordenado que salieran del agua y les había dado la merienda: galletas maría con onzas de chocolate y un resto de agua tibia de las cantimploras. Comieron envueltas en las toallas, húmedas tras todo el día de playa, tiritando, pegadas entre ellas como tres monitos. La más pequeña tenía cuatro años, la mediana, ocho, y la mayor, nueve. Cuando acabaron de merendar, las niñas empezaron a vestirse: la mayor ayudó a la más pequeña y la mediana se vistió sola. El padre, sin decir nada, se había dirigido hacia una mujer que había en la playa, no muy lejos.

Sabía que no debía hacerlo, pero quería saber qué estaba pasando, así que, aun temiendo que su padre se enfadara, decidió jugársela y fue hacia ellos. Sus hermanas pequeñas la siguieron, trotando por la arena. El padre hablaba animado con la joven. Tenía la piel bronceada como el chocolate con leche, melena lisa de color castaño, cara ovalada de pómulos rellenos, ojos almendrados y una amplia sonrisa. Llevaba unos aros dorados colgados en las orejas y una fina pulsera dorada en el tobillo. La niña notó que el corazón le palpitaba con fuerza; no sabía qué significaba exactamente todo aquello, pero la ponía nerviosa. El padre propuso a la mujer que salieran a cenar. «Como amigos», le dijo. La niña oyó las palabras de su padre y sintió un vacío en el estómago, como cuando caía desde lo alto del columpio. El corazón le saltaba en la garganta. La joven rechazó la invitación diciendo que ya estaba comprometida. Tras despedirse de ella, el hombre y las tres niñas iban a darse la vuelta para volver a su campamento de playa cuando ella dijo: «Lo que sí… Me podrías acercar a Sant Pere Pescador». Él asintió con simpatía. Mientras acababan de recoger sus cosas, ella se les acercó y todos juntos se dirigieron, caminando por la playa, hasta el aparcamiento donde estaba el coche, un SEAT 132 azul plateado. La mujer se sentó en el asiento del copiloto. Ella la veía por detrás, de perfil, con su melena lisa ligeramente enmarañada por el agua de mar, sentada en el sitio de su mamá. El padre y ella fueron charlando durante todo el trayecto: estudiaba y a la vez trabajaba, tenía novio en el pueblo, a veces pensaba en irse a Barcelona. Luego ya no fue capaz de oír nada más, sus oídos se cerraron y se puso a mirar por la ventana. Las cañas del borde de la carretera se mecían suavemente, una garza blanca picoteaba en un campo recién segado, las balas de paja se secaban en las lomas al sol de la tarde. Cuando llegaron a Sant Pere Pescador, él le anotó en un papel el teléfono de su oficina. A veces necesitaban secretarias o azafatas para las ferias, le dijo, así que podía llamarle si iba a Barcelona y la invitaría a comer.

‒Papá, ¿quién era esa señora?‒, preguntó en el trayecto de carretera de vuelta a casa.

‒Una chica muy simpática. Le he propuesto que viniera otro día a la playa con nosotros, pero no le va bien. Como vuestra madre no está, porque se ha ido a Madrid, me tengo que buscar compañía femenina.

La niña entendió perfectamente lo que significaban las palabras que pronunció su padre. A sus nueve años aterrizó en el mundo de los adultos sin más preámbulos.