13 febrero 2009

El mendigo

La otra noche volví tarde. Llovía, hacía frío, así que me desplacé con movimientos urgentes, recortando las esquinas, cruzando las calles por cualquier sitio con tal de acortar la distancia a casa. Debían de ser pasadas las once. Entré en el barrio por donde la iglesia de San Miguel y tomé una calleja que lleva a la plaza del mercado. De lejos vi una figura. Era un hombre negro corpulento, ataviado con un chubasquero. Estaba de pie, ocupando una acera estrecha, mirando al frente bajo su capucha, totalmente quieto. Parecía tranquilo, ajeno a la lluvia y el frío. De él sobresalía una mano en forma de cuenco. Me extrañó. No podía ser que una persona en su sano juicio creyera que a esas horas y con semejante clima, alguien iba a pasar por allí, un lugar que, además, no es de paso, y darle algo. Lo miré de reojo, me protegí bajo el paraguas y pasé de largo. Debía de tratarse de un error. Una apreciación equivocada en la confusión de una noche desapacible.
Al cabo de unos días regresaba también a casa, esta vez por la tarde, cuando lo volví a ver. Estaba exactamente en el mismo lugar, en la misma posición, y con la mano fuera. Me volvió a parecer un lugar extraño para un mendigo, así que nuevamente pasé de largo. Anduve unos metros y me detuve. Saqué una moneda del bolso, desanduve lo andado y se la di.
Me miró sonriendo, movió su cuerpo entumecido y caminó hacia una calle transversal. Fue dándome las gracias a medida que nos distanciábamos. Parecía como si hubiera estado allí muchísimo tiempo, condenado a la quietud, esperando que alguien lo liberara de su posición estática con una moneda. Era lo único que estaba esperando. Una simple moneda.