06 octubre 2010

Raspas

Una pizca de sal, rebozar bien en harina y al plato. Vuelta a empezar. Doce salmonetes frescos y lustrosos rebozados y listos para freír. Tres segundos bastan para empolvar cada pescado. La mirada perdida, los dedos metidos en la blancura esponjosa y suave, como cuando, de niña, hacía pasteles con la tierra fina del patio del colegio. Dos movimientos rápidos para cubrir la piel sin escamas, de lado y lado. Hop. Uno menos. A la sartén. El aceite hirviendo. Una vuelta con la espumadera. Otra más. Al plato. A la mesa de la infancia en la que todavía estaba todo por hacer. Cuidado con las espinas. Ay, me he tragado una. Come miga de pan, no te atragantes. Bebe agua. Ya está. No te dejes nada en el plato. En aquel mundo exento de peligros sólo contaba el presente, no existía la incertidumbre. Sólo había que dejarse llevar. Ahora, enharino el pescado, lo frío, lo sirvo a la mesa, aparto las espinas en el plato con igual recelo y miro ante mí. Dos platos sobre la mesa llenos de raspas y de interrogantes.

1 comentario:

eva dijo...

Qué curioso, guardo exactamente los mismos recuerdos de los ricos salmonetes que nos freía mamá de pequeñas... Recuerdo muy bien que me encantaba mirar y observar a nuestra madre, mientras se diosponía a freír a los ricos pescaditos bien frescos del mercado, todo el ritual de la harina y la sartén hirviendo... "Niña ¡quítate de enmedio que esto quema mucho!" Bonitos y sabrosos los salmonetes con olor a mar, bien fritos y crujientes. También recuerdo que me encantaba comerme la colita frita, toda churruscaíta... Pero me ha dejado muy triste el texto en cuestión, por aquello de la sensación del plato vacío, después de saborear a los ricos salmonetes, ¿verdad que sí? Uno se comería otro... hasta la saciedad. Pero se acabaron. :(