25 abril 2010

Manías dominicales

Ese día había 37 barcos en el horizonte. Era una de sus manías, contarlos desde la playa. Tenía otras: beber un vaso de agua justo antes de salir de casa, cerrar mentalmente la puerta después de echar la llave para evitar que se colaran los ladrones, encontrar cosas en las nubes, secar las gotas de agua del grifo de la ducha, o buscar billetes olvidados en los cajeros automáticos. No eran manías evidentes, hacía falta conocerla bien para darse cuenta de ellas, y en ocasiones ni siquiera.
Sus ojos tras las gafas oscuras recorrieron el mar, las palmeras del paseo, la playa, los niños jugando en la orilla, y se posaron en una figura yacente en la arena. Al verla, se estremeció. Ninguno de los dos apartó la mirada. El tiempo dejó de ser tiempo, el instante se cristalizó en el paisaje, todo lo demás dejó de existir para siempre. En casa estaría él, leyendo la prensa. En su ausencia se habría hecho una paja delante del ordenador. Eso también había dejado de importar, como tantas otras cosas. La playa se convertiría desde ese momento en un nuevo lugar, tendría un papel distinto al de cada domingo. Dejaba ya de ser el refugio al que acudía en soledad para secar las cicatrices semanales.
Tras la señal convenida se iniciaba el ritual: los pasos rápidos por las sombras de las calles estrechas, el timbre del interfono, una escalera interminable hasta el cielo, la puerta entreabierta, el sonido de una persiana al bajar, los zapatos en el parquet blanco, el aroma familiar en las sábanas, el salitre del pelo, gemidos sin promesas. Al acabar ella iba a la playa, sola, a darse un baño, rito inverso de la purificación, para poder volver a casa, donde nada había cambiado, donde todo seguía igual, tal como lo había dejado.

Pensamiento terminal

Un día te llaman y te dan una mala noticia. Te has pasado la vida esperando ese momento, fantaseando con él, imaginando el después, y cuando llega es banal. Tan banal que lo cambia todo, ya nada vuelve a ser como antes.

18 abril 2010

Mansión Drappa

Sonó el despertador marcando las ocho. Abrí los ojos tras apenas dos horas de un sueño inquieto y supe enseguida dónde estaba: en Madrid, contigo. Giré la cabeza para mirarte y estabas vuelto hacia mí, con los ojos entreabiertos, pero te hiciste el dormido. Miré de nuevo hacia la ventana y vi el cielo a través de mis pestañas. Una luz azul invadía el comedor del piso diminuto de tus amigos y pensé que ya había llegado el momento, ni antes ni después, y que estaba preparada.
–Gracias, Dios mío, murmuraste.
Luego me abrazaste de esa manera tan tuya con la que evitas el sufrimiento, marcando distancias. Nos levantamos, nos vestimos rápidamente, recogimos las mochilas y el cargamento de bolsas, y salimos a la calle. En la acera de enfrente dos perros peleaban; se asían por las mandíbulas y aullaban de dolor ante la impotencia de sus amos. El metro estaba como está el metro en las mañanas de domingo, silencioso y con gente adormilada yendo de un lado para otro por pasillos y escaleras que se pierden en la inmensidad subterránea.
Tardamos menos de lo previsto en llegar al aeropuerto, así que te propuse tomar un desayuno, como tantas veces. Decidiste que los bocadillos estaban demasiado caros y nos comimos uno gratis. No parabas de mirar la hora en el reloj de la cafetería; a las once y cuarto embarcabas, y a las doce en punto salía tu avión. Hablamos de los planes, de las buenas intenciones, de los malentendidos, de esa línea tan fina por la que siento que caminas. Me decías: “Dime más”. Se te llenaron los ojos de lágrimas y la barbilla te temblaba. Yo no sabía si reír o llorar.
A las once y diez en punto fuimos hacia el puesto de control de pasaportes. “¿Te vas tranquilo?”, “Sí”, contestaste. Nos besamos rápido, como no se besan los amigos, y te vi marcharte con tu camiseta azul y tu chaqueta de pana, el sombrerito negro, cargado de bolsas y mandándome un beso por el aire y una sonrisa. Tras pasar la máquina de rayos X, te giraste para mirarme por última vez, con la mirada perdida, pero no me viste. Un guardia te indicó cómo llegar a la puerta de embarque. Te vi seguir por tu camino sin poder creer lo que estaba ocurriendo, aliviada también.

02 abril 2010

ÍTACA

Cuando salgas de viaje para Ítaca,
desea que el camino sea largo,
colmado de aventuras, colmado de experiencias.

A los lestrigones y a los cíclopes,
al irascible Poseidón no temas,
pues nunca encuentros tales tendrás en tu camino
si tu pensamiento se mantiene alto, si una exquisita
emoción te toca cuerpo y alma.
A los lestrigones y a los cíclopes,
al fiero Poseidón no encontrarás,
a no ser que los lleves ya en tu alma,
a no ser que tu alma los ponga en pie ante ti.

Desea que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que- ¡y con qué alegre placer!-
entres en puertos que ves por vez primera.
Detente en los mercados fenicios
para adquirir sus bellas mercancías,
madreperlas y nácares, ébanos y ámbares,
y voluptuosos perfumes de todas las clases,
todos los voluptuosos perfumes que te sean posibles.
Y vete a muchas ciudades de Egipto
y aprende, aprende de los sabios.

Mantén siempre a Ítaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Pero no tengas la menor prisa en tu viaje.
Es mejor que dure muchos años
y que viejo al fin arribes a la isla,
rico por todas las ganancias de tu viaje,
sin esperar que Ítaca te vaya a ofrecer riquezas.

Ítaca te ha dado un viaje hermoso.
Sin ella no te habrías puesto en marcha.
Pero no tiene ya más que ofrecerte.

Aunque la encuentres pobre, Ítaca de ti no se ha burlado.
Convertido en tan sabio, y con tanta experiencia,
ya habrás comprendido el significado de las Ítacas.

No encontrarás tales apariciones si tus pensamientos son altos,
siempre que la gran aventura estimule tu espíritu y tu mente.
Lestrigones, cíclopes y encrespado Poseidón,
no los encontrarás a menos que tu pensamiento los haya albergado y los haga emerger.

CONSTANTINOS PETROU CAVAFIS. Alejandría, 29 abril 1863.