Barcelona no se ha movido, sigue estando en el mismo lugar, ocupando las mismas coordenadas. Es noche cerrada y el cielo está encapotado, nubes grises dominan la ciudad y sopla el viento a ráfagas, pero no llueve. El asfalto brilla bajo la luz de las farolas por la humedad que se impregna en todo, porque ésta es una ciudad de puerto y el mar se mete dentro. Merodea curioso por las callejas del centro por donde la gente va y viene, sube y baja por sus Ramblas siempre llenas, de estatuas en movimiento, de brujas que echan el tarot o leen la mano, de indios vendiendo trozos de plástico en el suelo, de flores sin olor y de kioscos de periódicos, de carteristas y de gente, siempre gente. Gente que viene y que va, que deja el tiempo fluir por su vida. Como Pecos, que estaba hoy sentado a la entrada del metro de Drassanes, con una joven perrita mil leches atada con una cadenita y que se llama Sofía, junto a un tipo bello de ojos grandes y perdidos que me sonreía con la cara sucia mientras bebía vino de un tetra-brik. Me ha gustado volver a verlo, la complicidad de su mirada y las cuatro palabras dichas. Me ha impresionado cómo acepta su vida. Va de la mano de una locura por no ir de la mano de otra. Y hay tantas...
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