Vigo es una ciudad fea. Desde dentro no te das cuenta, hay que cruzar la ría para verlo. Lo hacía a menudo. Bajaba al puerto y tomaba uno de los barcos que llevaban a Moaña, un pueblo del otro lado. Desde allí caminaba hasta la punta de El Con, una aldea, y me sentaba a fumar en el muelle y a mirar las chalanas y los barcos pesqueros. Las mujeres sacaban las redes, las dejaban secar al sol y las remendaban. Al ver las viejas de negro riguroso, por momentos tenía la sensación de transportarme al pasado. Desde lejos oía su lamento, triste y quejoso, sin esforzarme por entenderlo. Me bastaba la canción. Las algas y el lodo mezclaban sus olores en los días de marea baja. Nubes de gaviotas chillonas sobrevolaban las cabezas de los pescadores que limpiaban el pescado y lo metían en cestas de mimbre en los maleteros de los coches para llevarlos a vender al mercado. Las bateas brillaban negras bajo el sol y a lo lejos se divisaban las islas Cíes que, no sé por qué, se me antojaban como el paraíso en la Tierra. Nunca fui. Era mejor dejar las cosas así. En la imaginación nada se estropea. La realidad acaba siendo siempre una decepción.
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