23 noviembre 2009

La infancia

Mi infancia se truncó el día en que entendí lo que es el desamor. Tenía nueve años. Era un mes de agosto. Mi madre se había marchado a Madrid para pasar los últimos días con su padre que se moría de un cáncer fulminante. Atardecía en la playa y mi padre se acercó a una chica que estaba tomando el sol no muy lejos de donde estábamos nosotros. Mis dos hermanas, que eran pequeñitas, y yo fuimos detrás de él, como hacen los patitos con sus progenitores. Entonces papá le propuso plan para la noche a aquella chica. Ella contestó que no podía. Él insistió, que otro día, a lo que ella contestó que estaba ya comprometida. Él le dio un papel con algo anotado, por si cambiaba de opinión. Ella lo tomó y dijo que la podíamos acercar al pueblo, a Sant Pere Pescador. Fuimos todos en el coche. Las tres niñas íbamos en silencio. No recuerdo la conversación entre ellos. Me sentía mal. Veía a aquella mujer de melena castaña desde el asiento trasero, iba sentada en el lugar de mi mamá. Los días que siguieron fueron extraños. Papá a veces se iba por la noche. Un día la tendera del pueblo me avisó de que mi madre había llamado. No teníamos teléfono. Mi abuelo había muerto. Fui a casa, se lo comuniqué a papá, ni se inmutó. Mis hermanas no se enteraron. Al cabo de unos días llegó mamá. No se quitaba las gafas de sol, eran redondas, con una montura de pasta roja y cristal marrón. Estaba destrozada. Mi padre no la abrazó ni una sola vez para consolarla. Ella no paraba de llorar, se pasaba todo el día metida en su cuarto del que sólo salía para comer y cenar, pero casi no probaba bocado. Me sentía muy culpable por no decirle lo que había pasado y no sabía cómo consolarla, todo era horrible.
Pasaron veinte años más juntos. En ese tiempo él dio muestras de no quererla en repetidas ocasiones, pero ella seguía con él a pesar de todo. Siempre me pregunté cuánto duraría aquello y qué pasaría el día en que las tres hijas nos hubiéramos marchado de casa. Un día volvió a maltratarla emocionalmente, yo ya tenía veintiocho años y hacía ya unos cuantos que había huído. Entregué a mi madre todos los emails que él se estaba escribiendo con una mujer mucho más joven de la que se había enamorado. Lo negaba y le echaba la culpa a mi madre, acusándola de ser posesiva y estar paranoica. También le dije que pensara seriamente en cómo quería que fuera su cara de vieja, y si realmente pensaba que envejecer al lado de una persona como mi padre era una buena idea. Sólo se vive una vez. Tras cuatro años de infierno, por fin lo echó de casa. Tardó veinte años en hacer lo que debería haber hecho cuando yo tenía nueve. Aquella mala educación emocional ha tenido unas consecuencias desastrosas. Me queda el consuelo de que más vale tarde que nunca.

1 comentario:

joana dijo...

jo nena, qué fuerte y qué real,