23 enero 2010

La bata

La sensación que me acompañó durante toda la visita fue la misma: todo tenía unas dimensiones mucho más pequeñas que las que recordaba. Los olores, sin embargo, no habían cambiado. El óxido frío de la gran verja de hierro de la entrada, el musgo mullido que crecía en la base del edificio, la verde sombra de la planta trepadora que recorría la pérgola de la escalera, las incontables manos de pintura blanca de las puertas del zaguán. Todo eso seguía igual.
Al entrar en el vestíbulo rectangular que daba acceso a las aulas y los pisos superiores, vi los banquitos y los percheros vacíos. Los recorrí, buscando abrigos, batas. De pronto, la vi. Era una niña de unos cinco o seis años. Estaba ahí, en la penumbra, sola. Había dejado su cartera sobre el banquito y colgado su capa roja de caperucita en el perchero. En los demás se amontonaban los abrigos de los demás niños y niñas. Lucía dos trencitas negras y brillantes que caían por detrás de sus orejas, sujetas con dos gomas con bolas de madera de colores en los extremos. Estaba muy seria, con aire de concentración. Llevaba puesta una bata de cuadros blancos y rosas. Vi sus manitas abrochar los botones, de arriba abajo, para luego desabrocharlos en sentido contrario. Luego los volvía a abrochar, hacía ver que se equivocaba de ojal, los volvía a desabrochar todos y los abrochaba, una y otra vez. De repente algún ruido la sobresaltaba, miraba a su alrededor, y al ver que no había nadie, seguía abrochándose y desabrochándose la bata.

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