02 enero 2010

Soslayo

Me cayó su mirada de soslayo y sentí que me atravesaba hasta las plantas de los pies. Desnudo e inmóvil en la punta del colchón, me quedé frío. Así las cosas, el invierno prometía ser largo. No dijo nada. No era necesario, estaba todo dicho. Su cuerpo se había encargado de ello durante el acto. Recogí a tientas del suelo la cajetilla de tabaco. Con la primera calada se me calentaron los pulmones y me dio un retortijón. Se levantó, se puso el albornoz y desapareció por la puerta. Los tablones del pasillo crujieron a su paso y presté más atención de la habitual a ese sonido tan familiar. El de sus pasos. Podría identificarlo entre cien mil, pues fue lo primero que me llamó la atención en ella. Sabía que otros se fijaban en su culo o en sus tetas. A mí me gustaban sus ruidos. La caída del pelo sobre los hombros al deshacerse el recogido, los bostezos, el carraspeo, el chasquido cuando algo la disgustaba, el canturreo en la ducha, su risa, los gemidos cuando hacíamos el amor, el batir de palmas desacompasado, el cepillo de dientes contra el lavabo, sus dedos acariciando el teclado del ordenador. De la cocina me llegó el aroma a café. No sabía cuánto tiempo había estado ahí, quieto, pero me pareció una eternidad. Quería convertirme en estatua y quedarme para siempre en su alcoba. Una estatua silente y ciega, el único testigo de sus sonidos.

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