08 enero 2010

Una habitación equivocada

-Aquí hace un frío que pela.
-Le he pedido una manta a la enfermera, pero me ha dicho que no tienen.
-Mm.
Miró por la ventana, resignado. Llevaba toda la tarde de mal humor. Ingresó pasadas las cinco y desde que entró por la puerta no paró de despotricar. De todo. Los desagües del cuarto de baño olían mal. No encontraban su historial. Por un problema informático no le habían dado habitación en la planta que le tocaba, sino en la de medicina interna y geriatría. Seguramente no soportaba hacerse viejo, pensé. Tenía la pinta de ser uno de esos tipos. Llegó solo y al rato apareció una mujer rubia con la expresión endurecida. Siendo mucho más joven que él, lo trataba como a un niño. Aparentaba no hacer caso de sus comentarios, pero su rictus delataba que estaba rota por dentro. Me dio pena verla aún joven y así.
No me preguntó nada, sólo saludó por cortesía, pero era obvio que le molestaba mi presencia. Inevitable, por otro lado; en la salud pública no ofrecen suites. Tenía toda la pinta de ser un hombre de posibles, y con aquellos aires de grandeza que gastaba me extrañó que estuviera allí, en el mismo hospital que yo. Me miró furtivamente al entrar y vi su cara de decepción. Yo estaba jodido. Desde siempre he tenido muy mala salud y aquella era otra de mis estancias en un hospital. Para alguien a quien le horripila ver la cara fea del ser humano, que se la sirvan sin poder librarse no debe ser plato de gusto. “Esto es deprimente”, le oí decir, y se arrancó con una perorata sobre lo lamentable que era pagar impuestos para luego encontrarse con un hospital que se vanagloriaba de ser uno de los mejores del país en ese estado. Supongo que esperaba que le entrara al trapo, pero no lo hice, no me sentía con fuerzas y sabía que además no me sentaría bien. Traté de concentrarme en las noticias deportivas que me llegaban por el auricular.
-Aquí estoy, ya me han traído la cena… La tortilla debe de estar fría, pero en fin… No, ni idea de a qué hora me lo hacen… No te preocupes que ya os mandaré un mensaje cuando resucite… No es necesario que vengáis para nada… Ah, bueno, si sois de esas personas a las que les gusta pasearse por los hospitales… ¡Ja, ja! Irá como tenga que ir… Eso no son más que chorradas, da igual lo que uno piense o deje de pensar, las cosas van como tienen que ir y ya está, no se puede hacer nada… Pues sí, adiós.
-Anda, pásame el teléfono… ¿Hola?
-A ver, será que no hay buena cobertura. Sí, todavía está ahí.
Entendí que la persona del otro lado de la línea era algún familiar. La mujer cogió el teléfono móvil y se fue a hablar al pasillo. Él se comió la tortilla, disgustado. Luego la compota. No dejó nada en la bandeja.
Respiraba mal. Prácticamente no pegó ojo, no hacía más que revolverse en las sábanas. Yo solía dormir poco; dormitaba a ratos, de día y de noche. Como pasaba largas temporadas ingresado, estaba acostumbrado a que me cambiaran el compañero de cuarto. Había visto de todo; el género humano es de lo más variopinto. A veces llega uno con aspecto frágil y te sorprende por su fortaleza interior. Otros tienen miedo y derrochan el humor más fino o más burdo para vencerlo. Los mejores chistes se cuentan en los hospitales. Estar en ese delgado linde que hay entre la vida y la muerte saca lo mejor y lo peor de las personas. Hacía tiempo que no me tocaba uno como él. Iba de tipo duro, por la envergadura parecía un exjugador de baloncesto y se conservaba bastante bien, pero me pareció un hombre totalmente desvalido.
No oía bien. Por lo que entendí, lo habían operado de los dos oídos, se lo contó a la enfermera guapa. A las otras también las halagaba: sobre la importancia de su trabajo, sobre la suerte que tenían sus maridos... Era un seductor nato, lo llevaba en la sangre. Siempre he envidiado a esos hombres que saben conquistar a las mujeres. A todas. La rubia lo presenciaba todo callada, aunque sus ojos hablaban. En algún momento cruzamos la mirada y ella la apartó rápidamente, con disimulo. Me enterneció. Con qué ganas la habría cogido en mis brazos decrépitos, sólo para abrazarla.
También lo habían operado de los ojos; una vez casi pierde la visión de no haberle cogido a tiempo un desprendimiento de retina. Contaba todo aquello orgulloso de haber sobrevivido a tantas dolencias. No se daba cuenta de que, en realidad, eran cosas menores. Así somos, tendemos a darnos mucha importancia, a pensar que lo nuestro es lo peor; o lo mejor.
Por la mañana vino un camillero a buscarlo. Las enfermeras bromeaban, que volvería en menos de lo que canta un gallo y que ya lo estaban echando de menos. No le dije nada. Me miró asustado, buscando apoyo, y lo vi partir en silencio. Era lo único que podía hacer.

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