29 enero 2010

Jaula en el pecho

http://www.youtube.com/watch?v=N9wSqENaHD8

Soledad

Desde hace un tiempo convivo con una araña de patas largas, Margarita, que de mi cuarto de baño ha hecho su mansión. Toda una generación de lepismas descendientes de Felipe y Catalina se come mis libros y mis facturas; encontré los restos de los ancestros bajo una caja de cartón, un día en que me dio por hacer limpieza a fondo, y les di adecuada sepultura. En el pasado conviví con otros animales. Alguien me contó no hace mucho que en el aparato digestivo tenemos billones de millones de trillones de gérmenes. Y luego hay quien se siente solo…

23 enero 2010

La bata

La sensación que me acompañó durante toda la visita fue la misma: todo tenía unas dimensiones mucho más pequeñas que las que recordaba. Los olores, sin embargo, no habían cambiado. El óxido frío de la gran verja de hierro de la entrada, el musgo mullido que crecía en la base del edificio, la verde sombra de la planta trepadora que recorría la pérgola de la escalera, las incontables manos de pintura blanca de las puertas del zaguán. Todo eso seguía igual.
Al entrar en el vestíbulo rectangular que daba acceso a las aulas y los pisos superiores, vi los banquitos y los percheros vacíos. Los recorrí, buscando abrigos, batas. De pronto, la vi. Era una niña de unos cinco o seis años. Estaba ahí, en la penumbra, sola. Había dejado su cartera sobre el banquito y colgado su capa roja de caperucita en el perchero. En los demás se amontonaban los abrigos de los demás niños y niñas. Lucía dos trencitas negras y brillantes que caían por detrás de sus orejas, sujetas con dos gomas con bolas de madera de colores en los extremos. Estaba muy seria, con aire de concentración. Llevaba puesta una bata de cuadros blancos y rosas. Vi sus manitas abrochar los botones, de arriba abajo, para luego desabrocharlos en sentido contrario. Luego los volvía a abrochar, hacía ver que se equivocaba de ojal, los volvía a desabrochar todos y los abrochaba, una y otra vez. De repente algún ruido la sobresaltaba, miraba a su alrededor, y al ver que no había nadie, seguía abrochándose y desabrochándose la bata.

22 enero 2010

Hay

Es noche cerrada y hay camino por andar.

18 enero 2010

Sobremesa

-¿Tú qué crees?
-No sé qué decirte.
Me miró. La miré. Luego miró el plato vacío. Yo miré por la ventana.
El pavimento brillaba bajo la luz de las farolas. Había llovido todo el día. Mañana sería más de lo mismo; eso pronosticaba el hombre del tiempo. Estábamos teniendo un invierno inusual y los pantanos estaban a rebosar. El nivel de los pantanos. Eso ya no salía en las noticias, para mi desagrado. Me había acostumbrado a seguir el estado de nuestras reservas acuíferas, pero ahora ya no había modo; las noticias eran otras.
El clima es un recurso para iniciar cualquier conversación con un extraño, o con alguien que no lo es. Eso o los planes para las vacaciones, las fiestas de guardar o el fin de semana. O el resultado del partido de ayer. Siempre me pregunto de qué habla la gente en los bares o cuando anda por la calle con el teléfono móvil pegado a la oreja. Qué se cuentan, y qué entenderán de lo que se cuentan. Vayas donde vayas, de día siempre hay un rumor. La noche es mejor por la ausencia de palabras; la gente duerme y no habla, no dice nada, a lo sumo unas palabras inconexas e incomprensibles entre sueños a las que no merece la pena prestar atención porque mañana nadie se acordará de nada.
Levantó los ojos del plato vacío y me miró. La miré. Sus cejas se alzaron, preguntándome. Me mordí el labio.

08 enero 2010

Una habitación equivocada

-Aquí hace un frío que pela.
-Le he pedido una manta a la enfermera, pero me ha dicho que no tienen.
-Mm.
Miró por la ventana, resignado. Llevaba toda la tarde de mal humor. Ingresó pasadas las cinco y desde que entró por la puerta no paró de despotricar. De todo. Los desagües del cuarto de baño olían mal. No encontraban su historial. Por un problema informático no le habían dado habitación en la planta que le tocaba, sino en la de medicina interna y geriatría. Seguramente no soportaba hacerse viejo, pensé. Tenía la pinta de ser uno de esos tipos. Llegó solo y al rato apareció una mujer rubia con la expresión endurecida. Siendo mucho más joven que él, lo trataba como a un niño. Aparentaba no hacer caso de sus comentarios, pero su rictus delataba que estaba rota por dentro. Me dio pena verla aún joven y así.
No me preguntó nada, sólo saludó por cortesía, pero era obvio que le molestaba mi presencia. Inevitable, por otro lado; en la salud pública no ofrecen suites. Tenía toda la pinta de ser un hombre de posibles, y con aquellos aires de grandeza que gastaba me extrañó que estuviera allí, en el mismo hospital que yo. Me miró furtivamente al entrar y vi su cara de decepción. Yo estaba jodido. Desde siempre he tenido muy mala salud y aquella era otra de mis estancias en un hospital. Para alguien a quien le horripila ver la cara fea del ser humano, que se la sirvan sin poder librarse no debe ser plato de gusto. “Esto es deprimente”, le oí decir, y se arrancó con una perorata sobre lo lamentable que era pagar impuestos para luego encontrarse con un hospital que se vanagloriaba de ser uno de los mejores del país en ese estado. Supongo que esperaba que le entrara al trapo, pero no lo hice, no me sentía con fuerzas y sabía que además no me sentaría bien. Traté de concentrarme en las noticias deportivas que me llegaban por el auricular.
-Aquí estoy, ya me han traído la cena… La tortilla debe de estar fría, pero en fin… No, ni idea de a qué hora me lo hacen… No te preocupes que ya os mandaré un mensaje cuando resucite… No es necesario que vengáis para nada… Ah, bueno, si sois de esas personas a las que les gusta pasearse por los hospitales… ¡Ja, ja! Irá como tenga que ir… Eso no son más que chorradas, da igual lo que uno piense o deje de pensar, las cosas van como tienen que ir y ya está, no se puede hacer nada… Pues sí, adiós.
-Anda, pásame el teléfono… ¿Hola?
-A ver, será que no hay buena cobertura. Sí, todavía está ahí.
Entendí que la persona del otro lado de la línea era algún familiar. La mujer cogió el teléfono móvil y se fue a hablar al pasillo. Él se comió la tortilla, disgustado. Luego la compota. No dejó nada en la bandeja.
Respiraba mal. Prácticamente no pegó ojo, no hacía más que revolverse en las sábanas. Yo solía dormir poco; dormitaba a ratos, de día y de noche. Como pasaba largas temporadas ingresado, estaba acostumbrado a que me cambiaran el compañero de cuarto. Había visto de todo; el género humano es de lo más variopinto. A veces llega uno con aspecto frágil y te sorprende por su fortaleza interior. Otros tienen miedo y derrochan el humor más fino o más burdo para vencerlo. Los mejores chistes se cuentan en los hospitales. Estar en ese delgado linde que hay entre la vida y la muerte saca lo mejor y lo peor de las personas. Hacía tiempo que no me tocaba uno como él. Iba de tipo duro, por la envergadura parecía un exjugador de baloncesto y se conservaba bastante bien, pero me pareció un hombre totalmente desvalido.
No oía bien. Por lo que entendí, lo habían operado de los dos oídos, se lo contó a la enfermera guapa. A las otras también las halagaba: sobre la importancia de su trabajo, sobre la suerte que tenían sus maridos... Era un seductor nato, lo llevaba en la sangre. Siempre he envidiado a esos hombres que saben conquistar a las mujeres. A todas. La rubia lo presenciaba todo callada, aunque sus ojos hablaban. En algún momento cruzamos la mirada y ella la apartó rápidamente, con disimulo. Me enterneció. Con qué ganas la habría cogido en mis brazos decrépitos, sólo para abrazarla.
También lo habían operado de los ojos; una vez casi pierde la visión de no haberle cogido a tiempo un desprendimiento de retina. Contaba todo aquello orgulloso de haber sobrevivido a tantas dolencias. No se daba cuenta de que, en realidad, eran cosas menores. Así somos, tendemos a darnos mucha importancia, a pensar que lo nuestro es lo peor; o lo mejor.
Por la mañana vino un camillero a buscarlo. Las enfermeras bromeaban, que volvería en menos de lo que canta un gallo y que ya lo estaban echando de menos. No le dije nada. Me miró asustado, buscando apoyo, y lo vi partir en silencio. Era lo único que podía hacer.

02 enero 2010

Soslayo

Me cayó su mirada de soslayo y sentí que me atravesaba hasta las plantas de los pies. Desnudo e inmóvil en la punta del colchón, me quedé frío. Así las cosas, el invierno prometía ser largo. No dijo nada. No era necesario, estaba todo dicho. Su cuerpo se había encargado de ello durante el acto. Recogí a tientas del suelo la cajetilla de tabaco. Con la primera calada se me calentaron los pulmones y me dio un retortijón. Se levantó, se puso el albornoz y desapareció por la puerta. Los tablones del pasillo crujieron a su paso y presté más atención de la habitual a ese sonido tan familiar. El de sus pasos. Podría identificarlo entre cien mil, pues fue lo primero que me llamó la atención en ella. Sabía que otros se fijaban en su culo o en sus tetas. A mí me gustaban sus ruidos. La caída del pelo sobre los hombros al deshacerse el recogido, los bostezos, el carraspeo, el chasquido cuando algo la disgustaba, el canturreo en la ducha, su risa, los gemidos cuando hacíamos el amor, el batir de palmas desacompasado, el cepillo de dientes contra el lavabo, sus dedos acariciando el teclado del ordenador. De la cocina me llegó el aroma a café. No sabía cuánto tiempo había estado ahí, quieto, pero me pareció una eternidad. Quería convertirme en estatua y quedarme para siempre en su alcoba. Una estatua silente y ciega, el único testigo de sus sonidos.