09 junio 2006

Emigro a Marte

Me voy, no puedo más. Esto está disparatado y no veo salida a la locura que nos ha invadido a los humanos. Supongo que, en cierta forma, estas cosas -la locura y el disparate- siempre han formado parte de nosotros. Está en nuestra naturaleza cometer atrocidades o contemplar cómo otros las cometen sin poder hacer nada por evitarlo, y ser capaces de vivir con la conciencia bien tranquila. O tener delirios de grandeza y machacar a otros para llegar a formar parte de la historia, aunque se nos recuerde por el dolor que les hemos causado, y que aquí no pase nada. O vivir sobreviviendo emocional, intelectual y materialmente a la miseria y las injusticias, porque esto es lo que hay y se hace lo que se puede, y oye, ¿a ti se te quita el sueño? Seguramente otros humanos antes que yo pensaron en estos mismos términos y siguieron con sus vidas, con los pies bien firmes sobre la tierra, sin joder a nadie y llegando incluso a sentir esperanza e ilusión en ciertos momentos. ¿Será verdad que al final, como dice esa frase tan sonada, no somos nada? Seguramente.
Pero yo me voy. Lo tengo decidido. La noche pasada, mientras dormía, una luz blanca muy intensa entró por la ventana de mi habitación, invadió la estancia y me despertó. Levanté la persiana y vi frente a mí una nave espacial, suspendida en el aire, de la que salían unos vapores y que emitía unos ruiditos, bip bip. ¡Un ovni! Y yo que pensaba que esos artefactos no existían, que eran fruto de la imaginación de una panda de lunáticos de mentes empobrecidas. Pues no, lo he visto con mis propios ojos. Y no sólo eso. Los marcianos son unos tipos muy simpáticos que se ofrecieron a llevarme a dar un paseíto a la velocidad de la luz, y pude ver el planeta desde arriba: es una experiencia alucinante. Luego nos fuimos acercando, nos hicimos transparentes y recorrimos sin ser vistos, y a petición mía, lo que queda de las calles de Faluya, los lodazales de Haití, la zona cero de Nueva York, el muro de Israel y tantos sitios más que siempre había soñado con conocer. No sé cuánto tiempo duró ese viaje pero lo suficiente para comprobar que esto está muy desequilibrado. Parece ser que no fui la única que se dio cuenta, pues me dio la sensación de que los marcianos se iban poniendo muy serios y sus semblantes se iban tornando más tristes a medida que recorríamos los rincones del planeta. Les pregunté por el motivo de su preocupación, y su respuesta fue la siguiente: venían una vez más en una misión de reconocimiento creyendo que por fin podrían instalarse en la Tierra y convivir con los humanos, pues en su planeta ya casi no se puede estar del calor que hace. Y de nuevo tenían que volverse a casa con el rabo entre las piernas y con la desagradable sensación de que aquí las cosas están cada vez peor, pues los humanos se soportan cada vez menos entre ellos, son incapaces de comunicar entre sí y además están destrozando su hábitat natural. Vaya novedad. Te crees, marciano, que has descubierto la sopa de ajo, pensé para mis adentros. Pero no dije nada, por pudor. En cambio, les pregunté si me podía ir con ellos, a lo que para mi sorpresa contestaron que sí, sin problema. Es más, me informaron de que ya hay otros humanos viviendo en Marte. No muchos, pero unos cuantos alucinados que, como yo, les solicitaron lo mismo y se embarcaron en un viaje hacia lo desconocido. Sin embargo, me han puesto unas condiciones para poder marcharme. La primera, que me lo piense bien y para eso me han concedido unos días de reflexión, pero la decisión ya está tomada, me convierto en marciana; con lo cual este plazo sólo me está sirviendo para esperar con ansiedad su vuelta a la Tierra para llevarme con ellos. La segunda, que me despida de todos mi seres queridos, así que adiós. La tercera, que no mire atrás, pues en su planeta no hay lugar para los arrepentimientos, la cobardía o la nostalgia.
Siempre nos quedará Marte.

Barcelona, 23 de septiembre 2004.

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