10 junio 2006

La vida en un tazón de té verde

Suenan petardos en la calle, estridentes, y esto me recuerda con horror que se acerca la fiesta pagana de San Juan, la celebración con fuego de la entrada en el verano. Los niños del barrio, poseídos por una maldad que dejó de ser infantil hace ya tiempo, encienden esos malditos artefactos con un mechero y se los tiran al vagabundo de olor nauseabundo que desde hace ya cien días tiene instalada su casa en un banco bajo el árbol. Éste, furibundo, los maldice a ellos y a toda su parentela, y no para de pegarle gritos a su perro, supongo que para educarlo, y también para desahogarse.
Mi vecina tiene una perrita mil leches medio estúpida e insoportable que ladra por cualquier cosa y me pone los nervios de punta; no hay nada que hacer, no entiende nada, y su dueña tampoco. Luego pasa una moto demasiado deprisa con el tubo de escape reventado, mientras dos comunican a gritos y exabruptos como si así fueran a entenderse mejor, y alguien está haciendo obras en algún piso de arriba. Tengo las ventanas abiertas de par en par, por ellas entra un calor pegajoso, y desde aquí lo oigo todo, absolutamente todo: ruido, ruido, y nada más que ruido. Es agotador.
También, por alguna extraña razón, este año las moscas de septiembre han llegado en junio en invasión y las gaviotas se han vuelto locas y no paran de chillar a todas horas. Tal vez sean los caprichos del cambio climático. O que, como las gaviotas, el mundo se ha vuelto loco. O quizá es que, dado el estado de las cosas, ha decidido volverse loco definitivamente. Yo ya sólo sé que no sé nada, como dijo aquél. Es más, no quiero saber nada, pues estoy agotada de tanto saber, de tanta información, de tanto cambio climático y de tanta leche, de tanto bla, bla, bla, y, en definitiva, de tanto ruido.
Dentro de mí hay silencio, un silencio ruidoso. Y por la calle sólo veo pasar hombres andando con muletas, clac clac, clac clac, y chicas embarazadas con sus barrigas redondas bajo la ropa veraniega. La gente sale a la calle, a tomar un resol extraño que se cuela entre las nubes cargadas de gotitas de lluvia que no caen porque son tímidas.
Una de estas tardes me tomé un té verde, sorbito a sorbito. Como estaba muy caliente, lo posé sobre el sofá para dejarlo enfriar y un rayo de sol entró por la ventana, iluminando los posos en el fondo del tazón. De repente, al mirarlo, vi toda la vida condensada en el líquido humeante, y ésta se me antojó misteriosa, mágica, cruel, fascinante.

Barcelona, 16 de junio 2005.

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