09 junio 2006

Sentidos anestesiados

La luz de mañana de invierno, mitad blanca mitad amarilla, ilumina las cornisas barcelonesas, y un cielo azul brilla sobre mí, imponente. Un paso tras otro, me desplazo por el barrio viejo con prisa: he decidido ir a pie al trabajo para hacer un poco de ejercicio, que luego me paso demasiadas horas sentada. No me despisto para no pisar las cacas de los perros del barrio, los vómitos de algún borracho, y contengo la respiración al pasar por la esquina en la que huele a meos humanos desde que tengo memoria. Más adelante un mendigo duerme aterido entre sus propiedades mugrientas y cubierto de cartones que de poco le sirven. Cruza una prostituta yonqui dando gritos y persiguiendo a no se sabe quién, porque va sola, dando pasos rápidos y cortos, las manos agarrándose al aire para no perder el equilibrio, el rimmel corrido. Miro sus ojos perdidos, sus labios finos y veo que le falta un diente. No debe de tener mi edad.
No he desayunado más que un té y una manzana, pero mi estómago se retuerce y una saliva desagradable me invade la garganta convulsionada. Hay olores que saben. Un paso tras otro, un paso tras otro, rápido, rápido. Las Ramblas, por fin, hoy subo por los puestos de flores, que los están abriendo a esta hora. Un poco de belleza para la vista, por favor.
En el barrio donde vivo te encuentras la miseria humana así, puesta a pie de calle, al doblar cualquier esquina. No hace falta irse más lejos, está aquí, a la vista de todos. A cualquier hora del día, sople el aire de donde sople. Paso al lado del Liceu y miro sus carteles expuestos, que siguen insultando la programación a los que no pueden pagarse ni la entrada ni nada de nada, a la gente del barrio.
Pienso que es demasiado drama a primera hora de la mañana. Debería haberme acostumbrado después de poco más de treinta años, pero afortunadamente no es así. A diferencia de muchos, no tengo los sentidos anestesiados. Es que no me da la gana.

Barcelona, 16 de diciembre 2001.

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