13 junio 2006

Lo que trae el mar

Por las tardes bajo a la playa a dar un paseo, descalza. Me sirve para desentumecerme un poco de la postura que tengo todo el santo día frente al ordenador. Hago un poco de ejercicio para las piernas y ventilo las ideas, mientras miro la gente bañarse y las gaviotas otear los peces de ciudad. Me gusta sentir cómo se me impregna el salitre en la ropa, la piel, el pelo, y cuando vuelvo a casa toda yo huelo un poco a mar.
Me entretengo con las piedrecitas que voy encontrando por la orilla. Suelen ser cantos rodados gastados por el batir de las olas. Cojo los que más me llaman la atención, por el color o la forma, me paseo con uno en la mano y al cabo de un rato, lo tiro al mar. A veces encuentro piedras planas, y me divierte lanzarlas con un juego de muñeca para que vayan dando saltos sobre el agua. También hay restos de vidrio que cubren la arena de lucecitas de colores cuando brilla el sol. Y plásticos de distintas procedencias, plumas de gaviota, trozos retorcidos de ramas de árboles lejanos, además de alguna que otra inmundicia. En una playa urbana no suele haber conchas, pero tampoco espero encontrarlas.
A veces me siento a mirar las olas llegar y espero ver una botella flotando con un corcho y una hoja de papel enrollada dentro. Ya sé, he visto demasiadas películas. Pero estaría bien... Puedo imaginar el sonido del corcho al tirar de él, el olor a vino rancio condensado en su interior, el tacto húmedo del papel enrollado al tomarlo entre los dedos, los latidos de mi corazón desbocado al ir desenrollándolo, la avidez al leer las primeras letras y buscar una fecha escrita, para saber cuánto tiempo llevaba esa botella vagando por el mar en búsqueda de un destinatario que leyera su mensaje.
Hoy volvía ya para casa y a lo lejos he visto una forma nueva en la orilla. Parecía una caja mecida por las olas. A medida que me he ido acercando, la caja ha ido adoptando una identidad definida. Se ha convertido en una pantalla de ordenador gris de 17 pulgadas. Un chico rubio la estaba fotografiando. Me he quedado un buen rato mirando la pantalla embarrancada en la arena. Esperaba, ingenua, encontrar algún mensaje escrito en ella, pero no he visto más que un fondo negro que se perdía en el interior de sus circuitos empapados de mar salada. De repente, el chico se ha acercado a ella, ha sacado un rotulador del bolsillo, y ha dibujado con la tinta, gruesa y aún más negra, unos símbolos de graffiti. Era una palabra, quizá su nombre: “Naín”.

Barcelona, 19 de octubre 2005.

No hay comentarios: