09 junio 2006

Fuegos artificiales

Estos últimos días han sido las fiestas del barrio. Las han clausurado hoy por la noche con fuegos artificiales en la playa y he podido verlos desde mi ventana; todo un lujo. Mientras veía cómo subían los cohetes y explotaban en el cielo, formando palmeras y otros caprichos de la pirotecnia que llenaban la noche de lucecitas de colores, he estado pensando que este ritual compuesto de efímeras explosiones de luz es un buen final de fiesta, una buena manera de acabar las cosas con las que nos lo hemos pasado bien, o mal. Entonces me he preguntado por qué los seres humanos no seremos capaces de decir adiós de esta manera, ya sea a la vida, a un amigo convertido en enemigo, a una pareja que ya no lo es, a un trabajo, a una etapa superada, o a lo que sea. De hecho, en algunas culturas despiden a sus muertos celebrando una comida después del entierro en honor al difunto, lo que siempre me ha parecido un acto muy saludable, pues ya dicen que las penas con pan pasan mejor. Ofrecer un manjar me parece un bonito símbolo de despedida tras la pérdida irreversible de un ser querido y un buen regalo para los que siguen vivos. Pero volviendo a la fiesta y a los fuegos artificiales que han cerrado el verano y sus diversiones, en realidad lo que pensaba era qué bonito sería celebrar con fuegos artificiales el final de una historia de amor, incluso aunque sea no correspondido. Me imaginaba el acto de tirar cohetes como una bonita manera de honrar la importancia que eso puede haber tenido en la vida de dos personas, como un ritual de respeto mutuo, una bella explosión de todo lo bueno y de todo lo malo. O nunca mejor dicho, un punto final por todo lo alto.

Barcelona, 4 de octubre de 2004.

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